INDIGNA CRISIS (2)

MI PAÍS EN LAS REBAJAS



Hace un par de años pasamos unos días en Alemania, de turismo. Bonito país, bonita capital, Berlín. ¡Y barata! Aunque parezca mentira, más barata que la capital del reino soberano de España en que no muy holgadamente residimos. ¡Qué ciudad, Berlín! Eso sí, los alemanes, cómo lo diría yo, son tan suyos… De qué manera mira un teutón a un morenito mediterrá
neo cuando coinciden en el metro elevado, o mientras pasean por la avenida Unter den Linden, o el Tiergarten. Te mira con un a modo de afecto o familiaridad curiosa, sin duda, aunque no exentos, diría yo, de cierto… ¿cálculo inmobiliario? Bah, tontas paranoias latinas. Considerando que el sueldo medio alemán casi triplica el español, y lo relativamente barato que está todo allí, es de imaginar el nivel de vida que se gastan por esos lares. A esa buena gente, sin ser especialmente ostentosa (aunque sí, quizá, digo, calculosa), bien a las claras no le falta de nada.

Ayer mismo, paseando por el elegante barrio de Salamanca de este reino soberano, comprobé nuevamente, en el escaparate de una importante inmobiliaria de tantas (importantes e inmobiliarias), lo mucho que han bajado los precios de la vivienda en España, máxime en la costa, sí. Había apartamentos hasta por 60.000 euros en Castellón, Alicante; aun por menos. Atando cabos, recordé entonces la estancia en Berlín. Oye, qué nivel: no había mendigos por las calles, y a los pocos que hay los mantiene generosamente el Estado. Lo que sigue es totalmente cierto: hasta les facilitan un animal de compañía para que no se sientan solos en su dorada indigencia.

Con tanta agorera noticia económica por doquier en los últimos tiempos, seguí, ya algo intranquilo, atando cabos. ¿Qué puede costarle –me pregunté–, proporcionalmente, a un profesional; pero qué a un profesional, a cualquier empleado alemán, hacerse con un apartamento en Lanzarote, en la Costa Brava, la Costa del Sol, la que sea? ¿Y a un francés, un suizo (uf, la banca suiza), un sueco, un noruego (estos tienen mucho petróleo), un británico (estos tienen de todo)? ¿Qué es lo que les falta a los nacionales de dichas prósperas soberanías para disfrutar de la felicidad completa? Solo un buen clima, sin duda. Un rinconcito estival en las islas griegas (qué paraíso), en Ibiza (oh, maravilla), en Sicilia, Madeira (ah…), el complemento perfecto para una jubilación dorada. Esa querencia, esa atracción inequívoca hacia el sur, la conocemos bien en España desde los años sesenta, y bien que podemos dar gracias al cielo, es decir, al sol español.

Bien. A lo que íbamos. ¿Cómo van a pagar los griegos la demencial deuda contraída (igual que se contrae enfermedad)? Si no encuentran dinero ya mismo, aun debajo de las piedras, no tendrán más remedio que pagar dicha deuda a base, bueno, de vender esas mismas piedras, y tierras y propiedades e inmuebles, esa misma soberanía, se supone; vender como sea la pura y dura soberanía, subrepticia o claramente territorial. ¿Acaso no lo están haciendo ya? ¿A quién pertenecen las paradisiacas islas griegas a estas alturas? Mejor ni pensarlo. Pero, ¿y nosotros? ¿Cómo vamos a pagar nosotros tanta puñeterita prima de riesgo y desajuste autonómico y déficit presupuestario y gaitas en vinagre? ¿Y los italianos, portugueses? Y, bueno, ¿a quién pertenece ya Jávea, la Costa Brava, Mallorca, Marbella? ¿Lo saben ustedes? ¿Lo sabe alguien? Cuando las barbas del griego veas saquear…

Uno no nace economista, ni nacionalista, ni soberanista, ni chauvinista, ni avisado, y casi ni sabe o quiere saber lo que tales términos encierran, con una historia patria tan aleccionadora a sus espaldas. Uno no se preocupa de esas cosas hasta que no se siente realmente indignado, traicionado, vapuleado (en su sueldo, su pensión, su seguridad en el trabajo; su humilde patrimonio, su santa tranquilidad, a fin de cuentas) por sus ineptos gobernantes, obnubilados y enceguecidos por tantas y millonarias comisiones, prebendas y poltronas, y cuanto uno más sabe y más cosas salen a la luz, la indignación más y más crece y clama y se retuerce en su interior.

No, uno no se preocupa del nacionalismo, la territorialidad, la soberanía y demás zarandajas hasta que, por poner un ejemplo, no llega un día a una cafetería de la costa mallorquina, se sienta en la terraza y ve que transcurren los minutos y el rubicundo camarero pasa de largo varias veces, sin hacerle ningún caso, y nadie acude a atenderle. Se fija lleno de extrañeza a su alrededor. Vaya. Todos los clientes son ingleses, quizá esos rubios de ahí son alemanes o suecos. Entonces ese uno, morenito y significativamente barbado, se percata de la indigna situación, se levanta de la silla y se va con viento fresco, no sin antes haberle soltado un “¡gilipollas!”, en voz bien alta, al alarmado camarero que sigue haciéndose el sueco, aunque seguro que ha entendido muy bien el exabrupto, porque vive en donde vive y no ha tenido otro remedio que aprender un par de operativas palabras.

Preguntémosles a nuestros sesudos dirigentes: ¿Para qué está sirviendo el mercado único europeo, la sacralización de la economía de mercado, la festiva globalización del neoliberalismo capitalista? A los alemanes, franceses y demás, sí se sabe para qué, pero, ¿y a nosotros? ¿Cuándo o cómo han sabido alguna vez congeniar el pez gordo y el pez chico encerrados en la misma pecera?

El premio Nobel de economía Paul R. Krugman asegura ahora mismo la salida del euro de Grecia el mes que viene, y grandes retiradas de dinero de los bancos españoles e italianos a renglón seguido, dinero «que los ahorradores tratarán de ingresar de inmediato en Alemania». ¡Glub! ¿Otro corralito?

Señores nórdicos, centroeuropeos, estadounidenses, hasta rusos y chinos: Grecia, España, Portugal e Italia están de saldo. ¡Es una oportunidad única! ¡Apresúrense a comprar! ¡Que me lo quitan de las manos! (Eso sí, cuando hayamos conseguido pagar a base de soberanía el último céntimo de deuda, ¿cómo se llamará esto? Acaso Spanien, Portugalische, República Greco-Británica…).

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