RESEÑA DE "PATRIA", de Fernando Aramburu



El corazón de las tinieblas es experiencia llevada un poco (y solamente un poco) más allá de los hechos reales, con el propósito, perfectamente legítimo, creo yo, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores. Había que dar a ese tema sombrío una siniestra resonancia, una tonalidad propia, una continua vibración que quedara –eso esperaba– suspendida en el aire y permaneciera grabada en el oído después de que hubiera sonado la última nota.
(prólogo de Joseph Conrad a la primera edición de 1902)





Por motivos más que obvios, acercarse a esta novela no es tarea fácil. Antes de juzgar para bien o para mal ningún aspecto, asimismo por motivos obvios, habría que ponerse en el lugar del escritor. Habría que apellidarse Aramburu Irigoyen y haber nacido en San Sebastián o, perdón, Donosti. Y habría que averiguar hasta qué punto es autobiográfica Patria, preguntándole al autor, por ejemplo, por qué motivo se exilió a Alemania en los años 80; si lo hizo por simple gusto o por otras causas.

    Más allá de sus indudables virtudes literarias, reconocidas con la concesión de los premios más importantes en este país, solo de pensar en el tema de fondo de la obra te entran escalofríos. Así, toda crítica adversa debe matizarse con cuidado. Pero lo cierto es que, pese a dichos escalofríos, curiosamente lo primero que se echa de menos en Patria es la falta de tensión dramática en términos globales, afirmación que iré matizando. La novela se desliza una y otra vez desde el informe histórico escueto sobre asesinatos, hospitales, desgracias y torturas, a la crónica familiar, trivial y sentimental. El uso que hace Aramburu de la técnica narrativa joyceana  denominada “principio del tío Charles” (según la cual el autor se sirve a veces de expresiones que usaría el personaje si fuese él mismo el que escribiera su historia) es una forma de identificarse con dicho personaje, con todos ellos; de humanizarlos, hacerlos más vitales y comprensibles para el lector. Aunque quizá al lector poco versado en vanguardias literarias puedan chocarle estos continuos trasvases de punto de vista, y también temporales, con tanta retrospección y movilidad cronológica. Por otra parte, a fin de generalizar al máximo la historia apenas aparecen apellidos. Los Joxe Maris y las Arantxas y los Joxianes y Mirens y Bittoris y Xabieres parecen aspirar a ser representativos de todos los vascos, de uno u otro bando.

    He hablado de falta de tensión dramática en una obra con un tema de fondo tan espeluznante como el del terrorismo, y este defecto se advierte en el plano de los personajes y en el general. Tomemos como ejemplo a Arantxa, la hermana del terrorista Joxe Mari, que sufre un ictus paralizante, y al propio Joxe Mari, que es encarcelado y torturado. Quedarse paralizado en una silla de ruedas debe de ser espantoso. Lo mismo que ser encarcelado y recibir torturas a diario. Un detalle: las torturas infligidas al terrorista se describen con mayor precisión que la parálisis de la hermana; y sí que pueden tener mayor interés dado el tema de la historia, pero... Al terrorista se le ve sufrir más incluso que al Txato, la víctima central de la novela, que se toma las amenazas mortales que va recibiendo durante meses por no pagar el impuesto revolucionario casi como gajes, como quien se toma un café. El caso es que Joxe Mari, el asesino, es mostrado, es tan “humano” como los otros personajes; aunque humanos, buenos y malos, somos todos, claro está. Otro detalle llamativo en la, digamos, estructura  sentimental de la obra: retratándose tantas situaciones extremas, solo el personaje del terrorista Jokin, que finalmente lo lleva a efecto, y el de Ramontxu, por perder a su hija, piensan en el suicidio. Nunca Joxe Mari ni la ya mentada Arantxa, que lo pasan de verdad mal, al menos nominalmente. ¿A qué nos referimos con todo esto? A lo de siempre. A que una cosa es enunciar (es decir, ocurrió esto y esto y esto, y al final, ocurrió esto) y otra narrar, es decir contarlo todo sustancial y literariamente para que se entienda a fondo, para que el lector se identifique con lo que lee: para que le llegue al corazón.

    El caso es que esta falta de dramatismo es mucho más notable en lo tocante a la “atmósfera” general de la obra. Esto ya representa a mi modo de ver no solo un fallo técnico, sino algo más (si se me permite el vocablo en el peliagudo contexto en que nos hallamos), algo más “grave” en términos literarios. Cualquiera que haya visitado Navarra o el País Vasco en los años 80 o más recientemente (como quien suscribe en varias ocasiones desde los años 70) tiene por fuerza que echar de menos en la novela un detalle, un “algo” muy especial que se respiraba allí, solo al pasear por la calle.

    En la novela falta ese algo, esa cualidad agobiada y difusa en el ambiente, esa “atmósfera” (que en el relato de terror es elemento fundamental; el término retórico es pathos), es decir, el sentir, la emotividad general: en este caso y en una palabra, la tensión, la paranoia, el miedo. ¿Recuerdan la pavorosa novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas? Ya en la primera página encontramos los términos: “neblina”, “oscuro”, “lúgubre penumbra”, “ominosa penumbra”. Pese a que, como en Patria, no se detallan exhaustivamente las atrocidades y monstruosidades de que trata en el fondo (relativas a la explotación colonial belga del Congo a finales del siglo XIX), toda la obra no constituye sino una metáfora o alusión obsesiva a las mismas, no explícitas, en efecto, sino solo sugeridas, anegadas en tinieblas, y esa alusión se remata con fuerza descomunal en las célebres palabras finales del personaje central, Kurtz: ¡El horror! ¡El horror!, las mismas con que nos hiela la sangre Marlon Brando en Apocalypse Now. Es fácil imaginar que en su época a Conrad no le cabía la opción editorial de contar con pelos y señales toda la inmunda verdad que había conocido en África, pero ni El corazón de la tinieblas ni dicho film inspirado en ella retroceden un paso ante esa verdad, explícita o sugerida. Léase la cita que encabeza este artículo. Esa verdad, ni en el planteamiento, ni en el nudo, ni mucho menos en el desenlace busca reciclarse mediante el viejo y efectivo método del borrón y cuenta nueva, como clara y tristemente se aprecia en Patria.
 
     En la obra que nos ocupa, yo me creo a los personajes protagonistas, el del etarra, Joxe Mari, prácticamente un hooligan, y poco más, alabado por su compañeros por ser el más rápido y certero en disparar, como los pistoleros de las películas. Me creo al Txato, el asesinado, y a los bien diseñados miembros de sus familias respectivas. Pero la magnitud real de lo que se vivió allí creo que no se encuentra ni de lejos debidamente reflejada. El simple hecho de que una organización terrorista asesine a un miembro de tu familia y luego además la gente de tu entorno te retire el saludo, y que eso no te estalle en los ojos desde la página, no se exprese con suficiente crudeza psiquiátrica: la calle ominosa, el amedrentamiento, el recelo, las miradas esquivas; una sociedad entera rehén de una banda de asesinos sin piedad, el monstruo del miedo a la vuelta de cada esquina, las plazas de los pueblos que yo mismo he visto, vacías de parroquianos y de comadres y de niños, plazas hipnotizadas  por el pánico, mudas, muertas. Qué me importan a mí por ejemplo las suculentas hazañas amatorias de la hija del asesinado, Nerea, con su marido Quique. Yo mismo fui amigo del hijo de un funcionario español destinado en Irún en los años 80. Las cosas que contaba ponían los pelos de punta… ¿Por qué no se detiene también en detalles tales Aramburu?

    ¿Qué impresión le causan, pues, estos sesgos, detalles y carencias a quien como a mí no le importa gran cosa, digamos, el mero costumbrismo abertzale? La impresión última que te deja la novela es inequívoca: literatura consensuada, pactada, casi institucional: comprometida pero no con la espantosa verdad histórica en todos sus detalles y crudeza sino más bien con el acelerado olvido de la misma, con la paz, con la reconciliación y con la bendita normalidad sobrevenida. Qué importa la guerra si ahora disfrutamos la paz. El caso es que ya a mitad de la novela te vas imaginando el final simbólico que se te prepara: el reencuentro de las dos matriarcas enemistadas, la madre del asesino y la de la víctima, Miren y Bittori, que salda beatífica, casi hollywoodiensemente las cosas después de tanto enfrentamiento y tanto dolor. ¿Cabe criticar un desenlace tan positivo? Bueno, después de todo no se trata más que de literatura, pero a esa pregunta tendrían quizá que responder en primer lugar los familiares de las más de 900 víctimas mortales que tiene en su haber el terrorismo vasco.

    El capítulo 109, titulado “Si a la brasa le da el viento”, pocos dudarán que representa una exposición de motivos por parte del autor. El personaje del escritor que imparte una conferencia llega a preguntarse cómo no ingresó en ETA de joven, habiendo vivido tan a fondo la aplastante presencia e influencia social de la banda terrorista. Luego agrega: “Escribí sin odio”. “Procuré evitar los dos peligros que considero más graves en este tipo de literatura: los tonos patéticos, sentimentales, por un lado; por otro, la tentación de detener el relato para tomar de forma explícita postura política. Para eso están, a mi juicio, las entrevistas, los artículos de periódico y los foros como este”. Pero aquí incurre en contradicción: si quiere evitar los “tonos patéticos y sentimentales”, ¿cómo es que quiso responder (añade) a las preguntas de “cómo se vive íntimamente la desgracia de haber perdido a un padre, a un esposo, a un hermano en un atentado? ¿Cómo afrontan la vida, tras un crimen de ETA, la viuda, el huérfano, el mutilado?”. Declara al final que lo que ha procurado ha sido “trazar un panorama representativo de una sociedad sometida al terror”. Pero, en fin, si de verdad Fernando Aramburu personaliza en este escritor sus intenciones hay que reprocharle que tantos, o más bien tan pocos árboles no han dejado ver el bosque del profundo espanto vivido en ese desgraciado país (y en este) a lo largo de los últimos cincuenta años. Y sin embargo, volviendo al principio: quién lo hubiese hecho mejor. Quién se atreverá. Imaginémonos escritores vascos. En este capítulo 109 Aramburu parece justificarse: se ha sentido demasiado mediatizado, la responsabilidad que ha asumido como cronista es demasiado grande por la importancia de lo que cuenta, y no solo testimonial, política. ¿Testimonial? Nosotros, sin dejar de disculparlo por los motivos aludidos, opinamos que el horror indecible sufrido durante decenios por las 900 víctimas mortales y sus familias y las familias de los presos, y por la sociedad vasca y española en general, debían haber tenido más presencia en un océano de nada menos que 650 páginas de extensión. Seguramente el Joseph Conrad de El corazón de las tinieblas hubiese sido de parecida opinión. Y también seguramente Patria debía haber esperado algunos años, los suficientes, para ver la luz.









© José Luis Fernández Arellano, 29/06/2018