EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ: "ARGUMENTUM SCIENTIFICUM"



A Rafael Llopis, perito en trascendencias




 "Y la muerte no tendrá señorío." (Dylan Thomas)


La existencia real de un Más Allá, aunque difícilmente determinable en sus características esenciales, puede probarse o al menos argumentarse de manera racional en base a las diversas consecuencias cosmológicas que se derivaron de la Relatividad einsteiniana y que aún hoy gobiernan la ciencia física. La clave de mi planteamiento radica en una sencilla hipótesis: la trascendencia del Ser (hacia lo que se ha llamado siempre un Más Allá) en realidad puede constituir una propiedad inmanente del mismo. Trascendencia e inmanencia, categorías filosóficas tradicionalmente separadas y excluyentes, podrían de este modo equipararse o superponerse en el plano ontológico. No habría lapso o ruptura entre ellas, como sí que lo ha habido siempre en las diversas religiones y filosofías entre Reino de Dios y Valle de Lágrimas, o entre el mundo sublunar y el mundo de las ideas platónicos, etc.


Símbolo de la eternidad


Este argumento se basa en el desarrollo hasta sus últimas consecuencias del llamado Eternalismo físico y filosófico (a veces se le denomina universo de bloque), cuyo postulado principal consiste en la fusión entre pasado, presente y futuro en términos cosmológicos. Según esta teoría hoy muy extendida y que se apoya, decimos, directamente en la Relatividad, el tiempo en realidad no fluye sino que se encuentra de algún modo plasmado ya al completo en el universo, integrándolo en una entidad superior denominada espacio-tiempo. "Espacio-tiempo" significa que el espacio está fundido con el tiempo y, dentro de este, pasado, presente y futuro están fundidos en la eternidad, un todo continuo (continuum) que de algún modo ya está ahí, lo que incluye los acontecimientos futuros (esto último, en efecto, lo más difícil de asimilar, ya que podría implicar una forma de determinismo o predestinación).

Brian Greene, conocido físico y divulgador de la Universidad de Columbia, en el capítulo que dedica al tiempo cosmológico dentro de su libro El tejido del cosmos (ed. Crítica, 2006, pp. 169-186), recuerda en primer lugar, como ya propuso en su día Albert Einstein, que «nadie ha encontrado dentro de las leyes de la física una prueba convincente que apoye esta sensación intuitiva de que el tiempo fluye»; no se ha encontrado «ningún mecanismo físico que distinga a un instante de otro como momentáneamente real –el ahora momentáneo– a medida que el [mundo] avanza siempre hacia el futuro». La teoría de la relatividad especial «trata a todos los instantes por igual», de lo que se deduce que «cualquier instante es tan real como cualquier otro […] lo que sugiere, como creía Einstein, que la realidad engloba pasado, presente y futuro por igual, y que el flujo que imaginamos que lleva una sección a la luz mientras otra pasa a la oscuridad es ilusorio». De este modo, los momentos (en el ayer, el hoy o el mañana) no son reales, lo que es real es la suma de todos ellos, la eternidad.

Brian Greene



Continúa Greene su argumentación comparando las realidades espacio-temporales respectivas de dos observadores situados en distintos confines del universo, ambas perfectamente válidas aunque incompatibles, por ejemplo, en cuanto a la determinación de una hora o un año o minuto fijos, concretos o absolutos (el fundamento último de la Relatividad): «De la misma manera que imaginamos que todo el espacio está realmente ahí fuera, que existe realmente, también deberíamos imaginar que todo el tiempo está realmente ahí fuera, que existe realmente». Y concluye que los sucesos, «independientemente de cuándo ocurran desde cualquier perspectiva concreta [las de cada uno de esos dos observadores, por ejemplo], simplemente son. Todos existen. Ocupan eternamente su punto concreto en el espacio-tiempo», es la mente la que parece proyectar los instantes y su aparente discurrir: «Los instantes de tiempo nacen cuando son iluminados por el poder de la conciencia». «Los instantes simplemente son, ellos son la materia prima del tiempo, ellos no cambian. Cada instante es».




Con estas subyugantes premisas en mente, se me ocurrió hace unos días un cuento de fantasmas, que son esos seres nebulosos que parecen moverse a sus anchas dentro y fuera del tiempo y que diríase dan fe por su propia particularidad de la doctrina eternalista que acabamos de resumir. Lo titulé “El fantasma inmanente”. Una entidad espiritual inconcreta se despierta de pronto no sabe de qué sueño (como en mi relato “La playa”: del sueño de la muerte), pero sabiéndose sin ninguna duda en otro lugar, en otra dimensión, en algún Más Allá hasta el momento ignoto, y sintiéndose dotada además, dentro de sus nuevas ligereza e inconcreción, de una inusual agilidad o amplitud de movimientos. Libre de ataduras físicas, pero no de ataduras ontológicas ni espirituales, acaba de alcanzar una visión maravillosa: ha percibido de un vistazo todo su ser difundido en la porción de eternidad que le correspondió en vida; lo ha hecho desde el punto de vista eternalista antes citado de que todos los momentos en el universo, y también supuestamente en la vida de cada uno, son igualmente reales. El pasado, en consecuencia, aunque esto repugne al sentido común, no es menos real que el presente; no se ha deshecho en la nada al fundirse con el presente, que tampoco se diluirá al transformarse en futuro. Al igual que todos los entes vivos e inorgánicos, el fantasma inmanente viene a demostrar que el ser del que proviene ha estado y estará siempre ahí; eso sí, de un modo harto complicado de intuir o razonar, limitados como estamos por nuestra transitoria envoltura mortal. ¿Ha alcanzado por tanto, digamos, una forma de inmortalidad dentro de la muerte?

Nuestro fantasma descubre a renglón seguido que se muestra capaz de corporeizarse, como de sentirse nuevamente vivo, real, de reencarnarse en distintos momentos de la secuencia que fue su vida, de transplantarse viajando, en uso de una capacidad que aún no comprende, a esta u otra situación o día concretos. ¿A qué obedece este don? Puede hacerlo sencillamente porque él está siempre ahí, como lo estamos todos, dado que, ni una vez muertos, podemos desaparecer por entero como si nunca hubiésemos existido.

Él mismo lo comprueba en uno de estos transportes imposibles. Cierra, o recuerda que cerró el puño fuertemente, muy fuertemente, hasta lastimarse con las uñas la palma de la mano, hasta sentir el propio poder, la propia energía del ser, incluso su proyección infinita, en ese intenso momento único, percibiendo con absoluta claridad que lo que siente, que lo que es, es totalmente real y lo será siempre, contra viento y marea, por toda la eternidad. Lo que ha sido una vez no puede dejar de ser, nunca podrá dejar de ser. Su mente va aclarándose y llega a comprender, por ejemplo, a su modo, ya que para él es tan sencillo desplazarse, que siempre existirá la posibilidad de viajar en el tiempo, o desde otro universo o dimensión o lugar, para encontrarse, coincidir en este punto con aquello que es ahora. Y cada vez que esto ocurra puede decirse que se volverá a la vida a todo aquello que se alcance. El viaje en el espacio-tiempo provoca una suerte de reanimación allí donde se produce. (He aquí una propuesta de reformulación de la milenaria teoría del Eterno Retorno.)

Everything that happens will happen today, todo lo que ocurre ocurrirá hoy, leí una vez en una camiseta. Habría que añadir: today and forever.

        Por un lado, si es cierto que espacio y tiempo se encuentran fundidos en el espacio-tiempo, quizá el don de la ubicuidad y el de la eternidad sean de algún modo correspondientes o equivalentes, y lo que es eterno en el tiempo correspondientemente también es ubicuo en el espacio. Si los ahoras no son fijos o individuales o más reales unos que otros, tampoco lo serán los puntos o localizaciones en el espacio.  Si lo que es eterno permanece siempre, quizá lo hace en todas partes. Por otro, siendo así que el Ser y todos y cada uno de los entes individuales que lo conformamos somos eternos, ese don de la permanencia incesante no habrá motivo para que sea parcial, no tendrá restricciones, ya que no las tiene ahora, y no cabe establecer distinción entre los ahoras. Por pura lógica, la parte de eternidad que nos corresponde no se limita, limitó o limitará, digamos, a la piel de nuestra espalda, a nuestro cerebelo, a nuestras canas, a nuestras dos tibias... Seremos siempre el conjunto, el todo orgánico, la completitud que somos, pero lo verdaderamente crucial en el caso que nos ocupa es que lo mismo puede decirse de nuestra conciencia, de nuestro espíritu, que también forma parte de nosotros. Esto explica la presencia y la permanencia del alma, o del fantasma, el cual no puede consistir más que en una especie de recreación incesante de aquella en el éter infinito, hallándose más o menos circunscrita a los límites de la vida que la sostuvo. La clave está, pues, en esa "permanencia": la persona está condenada "eternalmente" a permanecer. La experiencia corriente, por último, nos dicta que el alma o conciencia no se presenta dividida, y por tanto de ella no quedará solo una parte –la memoria o la volición o la capacidad de raciocinio…–, sino que quedará del mismo modo al completo. A eso precisamente hemos dado en llamar espíritu o alma, y a su permanencia en la eternidad, inmortalidad o, decíamos al principio, trascendencia inmanente. Esto explica su fama peculiar, su permanencia en el tiempo, su movilidad caprichosa, su apariencia neblinosa y equívoca. El fantasma existe como simple emanación de lo que fue, pero emanación cierta e incontrovertible.

Ni una bomba nuclear que te cayese encima mañana, destruyéndote al instante y dispersando todos y cada uno de los átomos de tu cuerpo por el espacio, sería capaz de acabar absolutamente contigo, de borrarte de la faz del universo eterno; sí a tu cuerpo actual, pero nunca a tu historia personal. La muerte no tiene poder para derrotar diacrónicamente a lo que es, a lo real, ni en su totalidad ni en sus partes o individuaciones. No desintegra a la persona, no la disipa en la nada, sino que la escinde, la desdobla en el que ha muerto, por un lado, y el que sobrevive eternamente en el cronopaisaje del universo, por otro. Todas las tumbas, cementerios y mausoleos del mundo se erigieron para conmemorar este hecho biológico fundamental. La muerte es solo un instante, y los instantes no tienen existencia discreta o individual fuera de la Eternidad que los subsume. Solo por el hecho de haber llegado al mundo hemos alcanzado la trascendencia, en la forma de Eternidad que abarca y constituye el universo. Al morir no tendremos más que hacer el pequeño esfuerzo de parpadear, de abrir los ojos y buscarnos en las inmediaciones. Allí estaremos, permaneciendo muy cerca, ubicuos y para siempre. ¡Vaya! Como sugirió Paul Éluard («Hay muchos mundos, pero están en este») , al final el Más Allá también era el Más Acá…


    Este planteamiento da lugar a dos objeciones en particular. La primera proviene de la creencia en el llamado Presentismo y supone tradicionalmente la postura opuesta al Eternalismo, ya que defiende que solo existe el tiempo presente, y que pasado y futuro son ilusorios. Y, en efecto, si uno mira a su alrededor, no encuentra dinosaurios por ningún sitio, y, del mismo modo, si trata de vislumbrar el futuro, no descubre más que posibilidades y suposiciones. A esta objeción hay que responder, en línea con lo anterior, que el universo es cualquier cosa menos “egocéntrico”: el universo no tiene un ombligo único, sino billones de trillones de ellos, cada uno de los cuales, con su ahora particular, creyéndose absurdamente el centro de todo. Mi presente, es decir, mi realidad viva actual, no representa en ningún caso el ahora de todo el universo. Retomando la premisa inicial, a esto hace referencia la relatividad de la simultaneidad einsteiniana, que es aquel principio cuya aplicación científica sostiene en último término los aviones en el aire, corrige las trayectorias de los cohetes y satélites espaciales, hace posible las telecomunicaciones y la observación cosmológica, etc. Mi presente no es el presente absoluto cuyo desarrollo va actualizando el universo paso a paso, como una linterna que va iluminando de manera sucesiva un camino; por mucho que me empeñe, me crea o me jacte de mi espléndida mismidad única, “yo” no soy (ni habré sido, ni fui) más real que Tutankamón ni que Shakespeare, ni que el presidente que habrá de sustituir a Barack Obama, ni siquiera que ese “yo mismo” que el mes que viene irá de vacaciones a Cádiz, o a Torremolinos, o la Conchinchina, ¿quién sabe?, aunque a Torremolinos no creo.
           La segunda objeción proviene de la ley de la Entropía. El universo, desde el Big Bang, se cree que se encamina, en virtud de una física cósmica inexorable, a la llamada muerte térmica, o Big Crunch (vid. Frank Close: Fin. La catástrofe cósmica y el destino del universo, Ed. Crítica, 1991); transcurridos billones de años, las estrellas y planetas acabarán enfriándose en todos los ilimitados confines del universo y este acabará por último desintegrado, yerto, deshilachado, y solo persistirán vagando en el vacío helado miríadas de protones sueltos, asimismo con las horas contadas. Hasta la gravedad se habrá apagado definitivamente... Sobrevenida la Nada, ¿qué quedará entonces de Todo lo demás? A lo que hay que responder: ni siquiera un panorama tan triste y desolado puede escapar al abrazo infinito de la Eternidad. Quizá esta haya tenido un principio y tenga también un final, pero siempre poblado de… fantasmas inmanentes. ¿Será acaso la fantástica confluencia de todos ellos lo que impulse el surgimiento de un nuevo ciclo cosmológico?
           Hace siglos que se sabe. Cuando uno contempla el cielo nocturno pocas veces es consciente de que un porcentaje más o menos grande de esas estrellas que ve brillar con fuerza ya no existe. Muchas de ellas se extinguieron hace miles, millones de años, y sin embargo ahora mismo estoy viéndolas. Son fantasmas de sí mismas, recuerdo ahora, y sin embargo sigo viéndolas. Míralas, ahí están. ¿Ahí están? Bien, eso parece.



© José L. Fernández Arellano, 16 junio 2015