Los naturalistas y científicos (biólogos, geómetras,
cosmólogos…) son buenos en sus profesiones principalmente porque
han aprendido bien a… aprender. En sus respectivos campos, se supone que a costa
de ingentes esfuerzos, han llegado a adquirir profundos conocimientos de la metodología o pedagogía
natural (la que viene naturalmente dada y en sí misma expresa), a partir de los cuales posteriormente son capaces de establecer
predicciones o axiomas fidedignos y, por supuesto, durables; clásicos, podría decirse. Dicha maestría no es o no debería ser tan difícil de conquistar. En realidad tales concienzudos profesionales se limitan, con discreción y humildad ejemplares, a mantener los ojos bien abiertos (como los cosmólogos con sus agudos telescopios) ante las admirables
lecciones que imparte de forma continua, espléndida y gratuita la Madre Naturaleza. Idéntico afán de economía, claridad y sencillez debería entrañar siempre todo proceso de pensamiento formal, según advierte el enfant terrible de
la filosofía alemana actual, Markus Gabriel: «La filosofía es una expresión más clara
de lo que ya sabemos todos. […] Y para mí quien, como filósofo, no escribe de
una manera absolutamente clara, no sabe qué quiere decir».
¡Con más razón todavía, otro tanto cabe afirmar de la literatura! En los
grandes autores uno se tropieza a cada paso con las más valiosas gemas de la escritura, decimos, natural. Una vez adquirida una formación elemental, el lector no tiene más que abrir bien los ojos para toparse en los clásicos, una y otra y otra vez, y a cada momento –oh, maravilla– sin que te quepa duda alguna al respecto, con las lecciones más sabrosas de economía, precisión,
ritmo, tono y belleza expresivos.
¿Pueden, en efecto, expresarse mejor, de manera más clara, económica, elegante,
y en apariencia natural, las influencias decisivas del desvarío del artista, y del arte y la
literatura de vanguardia en uno de los leviatanes literarios del siglo XX, el cual a su vez da en transmutarlas prodigiosamente en arte literario?
Umberto Eco replica a la afirmación de C. G. Jung, tras su lectura del Ulises, de
que James Joyce sufría la misma clase de esquizofrenia que su pobre hija, Lucia: «Jung se daba cuenta
de que la esquizofrenia adquiría el valor de una referencia analógica y había
que considerarla como una especie de operación cubista en la que Joyce, como
todo el arte moderno, disolvía la imagen de la realidad en un cuadro
ilimitadamente complejo, cuyo tono lo daba la melancolía de la objetividad
abstracta. Pero en esta operación [...] el escritor no destruye la propia personalidad,
como hace el esquizofrénico: encuentra y funda la unidad de su personalidad
destruyendo otra cosa. Y esta otra cosa es la imagen clásica del mundo». (De Las poéticas de Joyce.)
En el siguiente fragmento que propongo, Isaac Asimov se inventa graciosamente,
con envidiable celo científico-retórico, es decir, matrimoniando como por arte de magia literatura,
imaginación y ciencia –y sin necesidad de explayarse lo más mínimo, ya que todo
queda a la perfección diseñado y expreso en tres simples frases–, nada
menos que un artilugio capaz de reproducir musicalmente los sentimientos y
sensaciones de quien lo utiliza: «Noys ajustó los mandos de un instrumento
musical que emitía los acordes suaves pero complicados de la música creada en
su interior al compás de intrincadas fórmulas matemáticas. Las notas y los
acordes se formaban y combinaban al azar, pero mediante factores ponderados que
favorecían solo las combinaciones agradables al oído. Esta música aleatoria no
se repetía jamás; como los copos de nieve, no había dos figuras iguales aunque
todas fuesen bellas». (De El fin de la Eternidad.)
Aunque para lección de literatura natural, esta que sigue del ya mentado
Joyce, fragmento que no admite exégesis o comentario alguno, ya que, como ya
demostró fehacientemente su alumno aventajado Samuel Beckett, este tipo de texto es de cosa en sí, es decir, que se autocontiene y autosignifica; lo que representa es aquello que es y parece,
en este caso una corriente de pensamiento femenino en estado puro y, tan natural, tan natural se nos muestra que en su tiempo era del todo impensable, por impúdica: «… con su traje
gris de tweed y su sombrero de paja yo le hice que se me declarara sí primero
le di el pedazo de galleta de anís sacándomelo de la boca y era año bisiesto
como ahora sí ahora hace 16 años Dios mío después de ese beso largo casi perdí
el aliento sí dijo que yo era una flor de la montaña sí eso somos todas flores
un cuerpo de mujer sí esa fue la única verdad que dijo en su vida y el sol brilla
para ti hoy sí eso fue lo que me gustó porque vi que entendía o sentía lo que es
una mujer y yo sabía que siempre haría de él lo que quisiera y le di todo el
gusto que pude animándole hasta que me lo pidió para decir sí…». (De Ulises.)
¿Alguien da más? Hagan juego, señores, hagan juego, pero
antes fíjense con detenimiento en cómo lo hacen estos señores, sí, fíjense, y
procedan de forma al menos parecida, o cuando menos respetuosa, sí.
© José L. Fernández Arellano, 11 junio 2014