Llama poderosamente la atención el hecho de que el escritor canónico de la
era moderna se desarrolló con escasa profesionalidad en sus
obras fundamentales, las novelas. La época con la que le tocó bregar, a la
vuelta del siglo XIX, emergió, casi diríamos que de por sí furiosamente, en
efecto, moderna: por el insólito empeño revolucionario, por la mentalidad
rupturista sin paliativos, por la amplitud de alcance que se extendió a todas
las artes y ciencias: el dodecafonismo, el cubismo, el dadaísmo, el
psicoanálisis, la relatividad, la mecánica cuántica… Pero es el caso que Kafka
se demostró más que moderno y revolucionario en un determinado aspecto: dejó
inacabadas tres de las obras fundamentales de la citada modernidad, la tan
aclamada como inesperada novela El castillo, así como otra obra
crucial no solo para la literatura, sino también para el cine y el teatro del
siglo XX como es El proceso, e inconclusa quedó asimismo la
simpar América (o El desaparecido, como la titulan
ahora, en referencia al adolescente en kafkianos apuros que la protagoniza).
Borges apunta al respecto: "El pathos de esas 'inconclusas' novelas nace
precisamente del número infinito de obstáculos que detienen y vuelven a detener
a sus héroes idénticos. Franz Kafka no las terminó, porque lo primordial era
que fuesen interminables". Esto suena a arbitrio consciente, lo que se
opone a toda la crítica tradicional. Pero insistamos: ¿en qué sentido fue poco
profesional el escritor más concentrada y vitalmente comprometido con su
trabajo que uno recuerda haber leído? Más allá de, digamos, Poe (del que más
adelante comentaremos algo más), en efecto, ¿qué escritor se ha manifestado más
natural, idiosincrásico y expresivo, más, en una palabra, intenso,
que Kafka? No nos recuerda, sin embargo, este amateurismo al que también aquejó
a su contemporáneo H. P. Lovecraft (este igualmente apenas publicó en vida
algún libro), salvo por el hecho de que ambos fueron pioneros únicos e
indiscutibles de soberanas corrientes literarias que arrasarían después a lo
largo de todo el siglo.
Kafka llevó al extremo esta falta de
profesionalidad (se insiste, entre comillas: todo en Kafka las exige) al
encargar a Max Brod, su albacea literario, la destrucción de las que la
posteridad ha catalogado sus obras mayores, las mentadas, si obviamos La
metamorfosis. Transido de místico ensimismamiento, pasó años
experimentando, trajinando, dudando, desgañitándose a deshoras con esas
novelas, y al final simplemente las desechó, como asceta pueril que se ha
cansado de trastear con su juguete preferido. Aunque en ello algo influyeron
sin duda los últimos sinsabores vitales que sufrió, el pertinaz
desentendimiento con el padre, las rupturas sentimentales, la larga enfermedad
que acabaría con él. Caso único. ¿Lo hizo por inmadurez, pues, por infantilismo (algo
en este sentido se trasluce en los diarios y correspondencia sentimental)? O ¿es
que un genio de su calibre intuía de sobra que, bueno, no importaba, que, líder
ignoto de la modernidad, no estaba obligado como creador a acatar la clásica
estructura de planteamiento, nudo y desenlace, algo parecido a lo que llevó a
cabo su gran rival en la representatividad de su siglo, James Joyce, cuya obra
fundamental, Ulises, igual podía haber terminado dos o trescientas
páginas más allá, o previamente, a donde el irlandés eligió colocar el remate:
“Yes.”?
Volviendo siempre a Kafka, ¿tuvo alguna
culpa o influencia en dicho infantilismo literario el miedo al
padre que confiesa angustiadamente en el mismo arranque de la famosa Carta que
le dirige, ya con 35 años?:
Querido padre: No hace mucho me
preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué
contestarte; en parte, precisamente, por el miedo que te tengo.
Recurramos a otros textos significativos.
En uno de sus cuentos, "La guarida", escribió, diríase que autobiográficamente:
He pasado mis sueños de adulto con juegos
infantiles, solo he jugado con el pensamiento de los peligros que me podían
acechar, he descuidado pensar de verdad en los peligros reales.
El juvenil arranque de América parece
ilustrar muy bien al autor en el sentido aludido:
Abajo, se sorprendió desagradablemente al
ver que el pasillo que hubiera acortado en forma considerable su camino
estaba condenado –cosa que probablemente se relacionaba con el desembarco
de la totalidad de los pasajeros–, y así tuvo que buscar penosamente, a
través de corredores que doblaban sin cesar y de un cuarto vacío donde
había un escritorio abandonado, escaleras que se sucedían sin fin unas a otras, hasta
que terminó por extraviarse completamente, pues solo en una o
dos oportunidades había tomado por ese camino, y siempre acompañado de
otras personas. En su desconcierto, y además porque no topaba con ningún
ser humano, y porque solo oía incesantemente el arrastrarse de los mil
pies humanos por encima de su cabeza, y percibía, a lo lejos, como un
apagado jadeo, las últimas operaciones de las máquinas ya paradas, se puso
a golpear, sin pensarlo, en una puertecilla cualquiera, junto a la cual se
había detenido de pronto, interrumpiendo su andar errátil.
Afirman varios estudiosos que otro de sus
mejores relatos, "Josefina la cantora o el pueblo de los ratones", manifiesta
un acusado simbolismo del pueblo judío. Pero es el caso que aquí los términos
relacionados con la edad temprana no dejan de aparecer:
No podemos dar a nuestros niños, con toda
la razón, una infancia real. Y esto tiene sus consecuencias. Un infantilismo
perpetuo e inextirpable se ha apoderado de nosotros. En manifiesta
contradicción con nuestra mejor propiedad, un sentido común infalible, a veces
actuamos con una necedad absoluta y, además, con la misma necedad con que
actúan los niños, imprudentes, sin sentido, con magnificencia, derrochando, y
todo por amor a una pequeña diversión. Y si nuestra alegría ya no puede
alcanzar la fuerza del gozo infantil, en ella subsiste, sin duda, algo de ese
gozo. Josefina se ha beneficiado de este infantilismo desde siempre. Pero
nuestro pueblo no es solo infantil, en cierto modo también es un viejo
prematuro, tanto la infancia como la vejez se dan en nosotros de manera
diferente que en los demás. No tenemos juventud, alcanzamos en
seguida la madurez, y luego somos adultos demasiado tiempo, cierto cansancio y
desesperanza invaden, dejando profunda huella, todo nuestro ser, en general tan
tenaz y esperanzado.
Un texto más tardío del diario personal,
datado dos años antes de su fallecimiento:
El poder de la comodidad sobre mí; mi
impotencia sin la comodidad. No conozco a nadie en quien sean tan fuertes ambas
cosas. De ahí que todo lo que construyo sea vacío, sin consistencia; la criada
que se olvida de traerme el agua caliente por la mañana, trastorna mi mundo. Y
es que la comodidad me persigue desde siempre, y no solo me ha quitado las
fuerzas para soportar otras cosas, sino también las fuerzas para obtener esa
misma comodidad; o surge por sí sola a mi alrededor, o la obtengo mendigándola,
llorando, renunciando a cosas más importantes. (14/02/1922).
De manera que Kafka podía ser un inmaduro,
sufrir complejo de tal pero, en combinación explosiva, también fue un gran
clarividente, al dejarse absorber hasta las heces por el clima y entresijos de
su entorno laboral, de su ciudad, su raza, su mundo, su ajetreado y trágico
tiempo. Su obra desborda de madura e interminable tristeza,
como si incluso hubiese sido capaz de intuir de algún modo la terrible suerte
futura de los suyos, su familia, su raza.
El artista de auténtica vanguardia,
¿cuanto más osado se emplea, menos preceptos clásicos acata y más juguetona
e infantilmente tantea aquí y allá con su arte? Kafka en
muchos de los escritos breves de sus principios (de 1908 en adelante) sorprende
por su arrojado experimentalismo de visos surrealistas: "Descripción de una lucha", "Deseo de ser piel
roja", "El comerciante", "La negativa"… ¿Pueden
armonizarse o confundirse de alguna manera inmadurez y talento profético? El
surrealismo, con las interminables secuelas a que todavía asistimos, estaba
solo en ciernes. Y el ambiente de esas narraciones, como de las posteriores, es
casi siempre onírico, pesadillesco, lindando a menudo, si no incurriendo
abiertamente en el relato terrorífico, según se plasmaría más tarde en "El
médico rural" o "En la colonia penitenciaria". Estos dos relatos, junto
con La metamorfosis, "La condena", "El cazador Gracchus", cuando no
macabros resultan ingratos sin más, desmañadamente desagradables en el sentido
realista, grotesco de la palabra, aunque nunca sobrenatural. Sorprende no poco
que en aquella época llegaran a publicarse cosas así. Una vez que el autor leyó
en público "En la colonia penitenciaria", cuentan sus biógrafos que hasta hubo
improperios y sofocos y la gente abandonaba la sala llena de indignación, lo
que nos retrotrae otra vez proféticamente, por ejemplo, al escandaloso estreno
de la película El exorcista (1973).
Hay algo indiscutible y es que Kafka, qué
fácil es decirlo, supo extraer de la nada (¿algo en su entorno general lo hacía
prever?) todo un aparato simbólico-pesadillesco de la modernidad. Qué bien dio
en expresar la sinrazón, el horror vital, el absurdo existencialista, en el
estilo hiperbólico, perversamente enrevesado que caracteriza a sus tres grandes
obras, y qué bien encaja en dicho contexto el hecho de que el autor más
importante acabe desdeñando (también aparentemente) sus obras centrales,
que aun las deje inconclusas. ¿Se sentía solo insatisfecho o de algún modo, por
así decir, culpable de ellas? O ¿era otra cosa? Esto, insistimos, no queda nada
claro en sus obras, diarios y correspondencia. Lo cierto es que si hablamos de
absurdo y horror vital, nada más propio de las pesadillas a que aluden que la
repetición, la circularidad, el resabio maligno, la redundancia chocante, la
simple amenaza, la oscura retórica acaso vacía; el siniestro entrecortamiento;
incluso, sí, la falta de remate, conclusión, desenlace. ¿Hay estructura
psíquica más mostrenca y embrollada que una pesadilla, más proclive al benéfico
despertar súbito que de ese modo la deja incompleta? Puede
aventurarse, pues, que el autor, consciente o inconscientemente se negó a
traicionar a su tiempo y a su porvenir actuando responsable, madura,
consecuentemente, como lo hubiera hecho su implacable padre biológico, como
este brutalmente exigió a su hijo en todo aspecto durante toda su vida, y no
por otro motivo Franz dejó inacabadas sus obras centrales.
En cuanto a si pudo sentirse insatisfecho
o simplemente culpable por ellas, eso, qué duda cabe, no sería por pulsión
religiosa, según advierte cualquiera que repase por encima la obra completa.
Pocos escritores ha habido más laicos o poco reverentes que Kafka; fue un ateo
exaltado (cogent), según proclama su biógrafo Ronald Hayman. Otro
detalle sugerente: ¿cuántas veces aparece el término “suicidio” en relación a
su biografiado a lo largo de las 340 páginas de su Kafka. A Biobraphy?
¿Quince, veinte, treinta?
La esencia de la denuncia kafkiana del
burocratismo paranoico propio del mundo moderno desde luego no suena, en ningún
caso, a religiosa. Alude, como mucho, a su dimensión ética, ideológica;
recordemos las conocidas filias socialistas, y aun anarquistas, del
denunciante. Algo parecido puede observarse en la crítica social de su
contemporáneo James Joyce, que no buscaba más que «sus contemporáneos, en
particular los irlandeses, se echasen un buen vistazo en su bruñido espejo, pero
no para aniquilarlos. Tenían que conocerse a sí mismos para ser más libres y
estar más vivos», según recuerda su biógrafo Richard Ellmann. La literatura
sincrónica joyceana no implica apenas denuncia porque, en primer lugar, tampoco
es religiosa; no busca una trascendencia superior, un significado, más allá del
especular, el del espejo. Aunque si era verdad que buscaba revitalizar y
liberar mentes, el componente ético iba incorporado. La narrativa de Kafka es
también moral, aunque a su modo, desde otra perspectiva más sui generis, en el
sentido de simbólica y proyectiva, no especular; no es realista (otra vez las
comillas) al estilo de Joyce. Aunque al final todo escritor es meramente
testimonial de sí propio, de su visión del mundo. Lo profético será siempre
mero añadido, más o menos entrevisto.
No podemos menos que recordar en este
punto a otro gran inmaduro profético equiparable a Kafka, aunque ni que decir
tiene y pese a que ambos murieron a la misma edad, gran error sería medir a uno
y otro con la misma vara:
Sin duda, hay algo de
inmaduro en la exagerada sensibilidad de Poe, en su disposición infantil a
dejarse aterrorizar por la oscuridad o ver cosas desconocidas con una luz
siniestra. Pero el punto de vista característico de la ficción
estadounidense bien puede ser el de un niño, un adolescente iniciado a la
madurez por el impacto de sus aventuras, como los héroes de Melville y Mark
Twain, de El rojo emblema del valor de Stephen Crane, "El oso" de William Faulkner y las historias de Ernest Hemingway. Y puede que no se
aprecie lo suficiente que todos ellos tienen su predecesor arquetípico en la
obra única de Poe con extensión de libro, La narración de Arthur Gordon
Pym.
(Harry Levin: The Power of Blackness. Hawthorne, Poe, Melville.)
¿Es imposible que la pasión viajera del personaje central de América, y otros aspectos, estén inspirados muy de cerca en dicha obra? Yo juraría que no. En fin, la gran verdad histórica es que
Kafka, con sus inacabables extralimitaciones fantástico-burocráticas, fue
protagonista de una de las tres fastuosas hipérboles literarias de principios
del siglo XX, junto a Joyce, con su monumental ouvre héroïque, y
Proust, con su ciclópeo ejercicio de nostalgia. Pero volvamos comparativamente
a Joyce, que representa, como decimos, un caso bien distinto al del bohemio,
aunque del mismo modo gran error sería medir a uno y otro por el mismo rasero;
no error: sería imposible. ¿Hemos divinizado a Kafka? Quién sabe, pero a Joyce
no lo divinicemos. Él nunca lo hubiese admitido. Joyce era humano, demasiado
humano, y a mucha honra. Siendo tan humano, ¿pudo tener algo que ver la
indignación, ahora tan de moda, en la gestación y desarrollo de sus obras más
representativas? Qué poderosos motores verbales son los de la Frustración y el
Resentimiento. Pero, insistamos, eso sigue y seguirá representando mero ‘pathos’.
Qué hizo Joyce (o Beckett, en el muy joyceano -y kafkiano- El
innombrable) con sus monumentales indignaciones contra país, ciudad,
religión, contra todo. Hizo arte, estética, así de simple. Sirvióse de
frustración y resentimiento, primero como motivo, como inspiración temática,
pero segundo como piedra de afilar (whetstone) las armas de su
majestuoso, universal desquite. Ahí se advierten agresividad, animadversión,
pero no personalismo claro. Profesionalidad. Un mafioso siciliano no habría
sido más profesional, frío y limpio de proceder vengativo. Lo cierto es que ni
sus enemigos y ofensores, envidiosos, meros figurantes accidentales, ni la
propia Irlanda, se recuperarán nunca de lo que llevó a cabo.
Su juicio personal al respecto lo expuso
claramente con motivo de Dublineses, obra más moral que Ulises.
Pero sus agentes sancionadores, como los de Kafka, no fueron los de la vulgar
jeremiada y el lagrimón infantil que aburren en tantos poetas y novelistas,
buenos y malos. Joyce ya no era poeta y melifluo, era más “varonil”, (más que
el praguense sin duda, por otros motivos). Muy lejos de eso, no hay en su obra
sensiblería barata, personalismo vengativo; la pulsión adquiere proporciones
globales, casi bíblicas (nada más globalizador que el Finnegans);
es, diríamos, teología de retranca, aplicada a la inversa, una transposición
blasfema de la mirada de Dios, que todo lo penetra y desvela, pero esta mirada
en Joyce se ajusta desagradablemente a aquello que no debe mirarse, calando
hasta las heces; cosas así no las mira Dios sino el Diablo. Nadie nunca, jamás
podrá escatimarle nada al ojo afilado y miope del irlandés, ni siquiera
ocultándose en el más recóndito callejón, el más apestoso retrete, ni en la más
remota e infinitesimal circunvolución del cerebro o el pensamiento o la cultura
o el alma. Por eso, por su afán vengativo, su propósito no es cristiano, como
afirma Bloom (Harold). Y en lo que acertó fue en hacer del protagonista
principal, el pretexto caracterológico de la trama y el resquemor, un hombre
tan afable (Leopold Bloom) y pacífico, un a modo de asendereado
Cristo, pero aún humano: judío o judaico, más bueno que el pan (como Kafka y
tantos de sus personajes), aunque vicioso y pervertido (bueno, más que nada
intencionalmente), que recibe todo escupitajo, guantazo, empujón, sin soltar
una queja o un insulto y apenas sin apretar los dientes.
Por eso, salvadas las distancias
comparativas y de toda índole, muchas veces se antoja más ético Joyce que
estético. El dublinés de clase media ascendente, resentido y frustrado en sus
expectativas, pero con toda su aplastante, inhumana confianza en sí mismo (en
el polo opuesto exacto de Kafka), parecía mirar en todo momento con el rabillo
del ojo a esa llamativa muerte anunciada por Heidegger en aquel tiempo. No hay
mejor aplacante de iras y soberbias infantiles. Y en fin, cabe preguntarse qué
historias hubiese narrado, de qué cualidad pictórica hubiese sido corriente de
conciencia, si se hubiese metido a funcionario, como Kafka. También en eso
acertó. Si hubiese ahondado en el mundo burocrático hubiese sido a costa de
renunciar, a cambio de un salario fijo, a sus virtudes más destacadas, a toda
esa distancia necesaria de los demás, a la mirada objetiva y desapasionada, o
mejor, despersonalizada. En Ulises se plasma con sentido más o
menos crítico a unos y otros, pero por el procedimiento de la plasmación
objetiva, insistimos, más simbólica o intimista en Kafka, nunca de la burda
invectiva personal.
De manera que Joyce tuvo hijos y acabó sus novelas, y no fue funcionario ni desdichado hasta el delirio como el genio de Praga. Este, en los diarios de sus últimos años, repasa hasta la saciedad su drama infinito, que llamativamente nunca intenta explicarse desde el punto de vista intelectual, psicológico, y mucho menos filosófico: solo intimista, literario, retórico. ¿Culpable? Ni habla de su obra en los diarios sino en términos de esfuerzo y frustración las más de las veces, y apenas de unas pocas obras literarias aisladas; algo de Kierkegaard, de Ibsen, de sus contemporáneos, y mucho Dickens, Flaubert y Goethe, eso sí. Solo intenta explicarse su tormento neurótico y aislamiento a menudo mediante imágenes y digresiones apenas comprensibles, más que kafkianas (y pessoanas, por cierto):
Existe [en mí] una debilidad, una insuficiencia
clara. […] Esta debilidad me defiende tanto de la locura como de todo progreso.
Por el hecho de defenderme de la locura, la cuido mucho; por miedo a la locura,
sacrifico el progreso, y en este terreno, que nada sabe de estos problemas, es
evidente que voy a salir perdiendo. Con tal de que no se entrometa la
somnolencia, y, con su actividad nocturna y diurna, derribe todo aquello que
constituye un obstáculo, y deje el camino libre. Entonces, una vez más, caeré
en manos de la locura, puesto que no quise el progreso, que solo se alcanza
cuando uno quiere. (03/02/1922)
Tú me perteneces, te he tomado conmigo; no
creo que en ninguna leyenda se haya luchado más ni de un modo más desesperado
por una mujer de lo que yo he luchado por ti en mi interior; desde el principio,
y sin descanso, y tal vez para siempre; así que me perteneces; de ahí que mi
relación con tus parientes sea semejante a mi relación con los míos, si bien,
como es lógico, incomparablemente menos intensa en lo bueno y en lo malo.
Representan un vínculo que me paraliza (es algo que me paralizaría aunque nunca
tuviese que hablar con ellos una palabra), y no son dignos de ello en el
sentido antes citado. […] Si ahora estás aquí y te sientas a la mesa con mis
padres, aumenta naturalmente sobremanera todo lo que en mis padres hay de
hostil hacia mí. (18/10/1916, copia en el diario de una carta a Felice Bauer)
Otra vez he pasado por esta terrible
grieta larga y estrecha que, en realidad, solo se puede cruzar en sueños. Por
propia voluntad, jamás podría hacerlo despierto. (05/12/1919)
¿Rasgos, pues, de inmadurez o más bien de
mera rareza patológica? Tan raro y kafkiano como mostrarse incapaz de
formalizar relaciones con las atractivas muchachas a las que cortejó, cuando
siempre manifestó un deseo aparentemente sincero de crear una familia y tener
descendencia. Kafka, ¿raro, inmaduro o contradictorio, si es que no son
sinónimos (en K.)? Ni hijos ni novelas se le cumplieron. Kafka fue, quiso ser
en gran parte K.
En resumen, a la vista de ese aparatoso
castillo inexpugnable, ¿es Kafka el Dante del siglo XX, según Auden; nos
encontramos en las fronteras del pensamiento humano, según Camus; de la obra de
un gran soñador, como apuntó Thomas Mann; en su obra alienta la premonición de
las grandes revoluciones, como entrevió Hesse; apreciamos la reproducción
naturalista de un mundo de fantasía, según André Gide; está inscrita su mirada
en la tradición romántica del mal, según Georges Bataille; todo lo que parece
trascendente en este autor es una burla, que emana de una gran dulzura de
espíritu, al decir de Harold Bloom? De cualquier modo, si ni Dublín ni la
literatura se recuperarán nunca de la gesta literaria que llevó a cabo James
Joyce, tampoco la raza humana en términos modernos (por así decir) se repondrá
jamás de Eso que, entre neuróticos escalofríos, nos dejó vislumbrar Franz
Kafka.
© José L. Fernández Arellano, febrero
2022