También podríamos titularlo “Crónica de una pandemia anunciada”, o “Crónica de la sinrazón definitiva”, o incluso, quién sabe, “Crónica de un genocidio previsible”. El caso es que no recuerdo mejor expresión de una distopía, es decir, memoria de un futuro nefasto, que la genial novela 1984 de George Orwell, por la agudeza con que en ella se insiste en el tema de la manipulación informativa, en la simple desinformación, en todo sistema informativo que se base en la manipulación, en la mera mentira o la pregunta sin respuesta.
Sostenía hace unos días el filósofo Emilio Lledó en una entrevista: «Ojalá el virus nos haga salir de la caverna, la oscuridad y las sombras». Debido a los funestos acontecimientos que vivimos desde febrero, al tratar de enfocarlos por escrito, en las últimas semanas notaba yo mi imaginación, o por así decir, inspiración, si es que alguna vez la he disfrutado, la sentía como yerta, dormida, desangelada. Pasaban los días y el teclado seguía cogiendo polvo, hasta que por algún motivo, quizá obvio, cobré conciencia súbita del sentido profundo de ese titular de Lledó. ¿Cómo fue? Me asaltó de pronto una suerte de visión clarificadora, pero no de futuro: muy al contrario. Vi a grandes rasgos lo que debía ser la Tierra en tiempos de nuestros antepasados, los que hoy calificamos despectivamente de “hombres primitivos”. Selvas, sabanas y desiertos salpicados aquí y allá por hordas de homínidos, u hombres ya hechos y derechos plenos de conciencia, con la caza, el cultivo y la recolección como únicos medios de vida. En ese momento no podía representarse panorama más idílico para mí, dadas las nefastas noticias que empezaban a infestar diarios, televisiones y redes digitales. Aquellas presuntamente horrendas y malolientes cavernas en las que vivían nuestros ancestros, los miedos, penurias y sombras que los sobrecogían habían adquirido de pronto en mi mente tintes hasta dichosos, bucólicos, casi paradisíacos (¿no consistía en eso justamente el Paraíso Terrenal?), si los comparamos con el contenido del aluvión de títulos literarios y cinematográficos que han reflejado más o menos proféticamente en los pasados lejano y reciente el maldito engendro que hoy nos encarcela y masacra. Libros como La peste, de Camus. El Decamerón, de Bocaccio. La montaña mágica, de Mann. Soy leyenda, de Matheson. Ensayo sobre la ceguera, de Saramago. Y, cómo no, el gran tratado El miedo en occidente de Jean Delumeau, que describe con pelos y señales a lo largo de cientos de páginas el verdadero significado, el histórico, dentro del género que en inglés denominan no-ficción, de los términos horror, guerra, Inquisición, peste, desgracias de toda laya.
En dichas lecturas parecen haberse inspirado, como es norma entre géneros artísticos, con mayor o menor acierto o fortuna (para qué nos vamos a engañar, más bien menor), las películas Doce monos (1995), de Terry Gilliam. Estallido (1995), de Wolfgang Petersen. 28 días después (2003), de Danny Boyle, o la inestimable Contagio (2011), de Steven Soderbergh. Y, por otra parte, autores importantes como el propio Saramago, Noam Chomsky, Byung-Chul Han, Slavoj Žižek, y hasta el magnate Bill Gates han profetizado o analizado ulteriormente el fenómeno, desde uno u otro punto de vista y con desiguales resultados. ¿Qué puede significar, según el filósofo estadounidense Fredric Jameson, por ejemplo, que hoy parece «más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo»? ¿Le falta razón a Žižek al recalcar lapidaria y acaso gratuitamente que «el dilema al que nos enfrentamos es: barbarie o alguna forma de comunismo reinventado»? ¿Y al coreano-alemán Byung-Chul Han cuando contradice al esloveno: «El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte».? ¿Acierta el italiano Roberto Esposito al sostener que todos los conflictos políticos actuales tienen en el centro la relación entre política y vida biológica?
En este punto viene muy a cuento una extensa entrevista a Jurgen Habermas, «el filósofo vivo más importante del mundo», según rezaba El País hace ya dos años. Nos acordamos bien, ya que lo vertido en dicha entrevista nos dejó bastante extrañados, por no decir patidifusos. El filósofo, de pasado marxista ortodoxo como casi todos sus contemporáneos, pese a su afirmación categórica de que la filosofía debe responder a las preguntas «¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me es dado esperar? y ¿qué es el ser humano? […] porque la filosofía debería tratar de explicar la totalidad, contribuir a la explicación racional de nuestra manera de entendernos a nosotros mismos y al mundo», no tocó otros temas que la mercantilización galopante de los medios de comunicación, de la economía y la política, de Internet, la desigualdad norte-sur europea, la divinización de su adorado Macron… Pero ni mencionó por encima la crisis interminable de Oriente Medio, nada en absoluto sobre las penurias eternas del Tercer Mundo, ni una palabra sobre el cambio climático, y menos aún sobre las previsiones apocalípticas sin reservas para una fecha tan cercana como el año 2050. ¿Contribuyen estas injustificadas e injustificables carencias, pues, a una «explicación racional de nuestra manera de entendernos a nosotros mismos y al mundo»? Escribió Arthur Schopenhauer, filósofo tan alemán o más que Habermas, al cual este no debe haber repasado desde hace décadas: «Una filosofía entre cuyas páginas no se escuchen las lágrimas, el aullido y el rechinar de dientes, así como el espantoso estruendo del crimen universal de todos contra todos, no es una filosofía».
El caso es que con el coronavirus hemos topado. No soy científico ni filósofo. Por tal motivo no se me ocurren más que acomplejadas conjeturas y preguntas patéticas, fruto de mi ignorancia y de mi desconfianza acaso patológica hacia los mass media y la ética y la filosofía de salón. “Crónica de una pandemia anunciada”, decíamos. ¿La vieja ley del Karma ha vuelto a cumplirse, pues? ¿Cabe dentro de lo posible que la especie humana se gane a pulso cada hecatombe que se desencadena (este “se” puede quitarse o ponerse a gusto del lector)? Así, me da por seguir preguntándome si los geniales canción y vídeo del grupo británico Radiohead de título “Karma Police” no cabrían retitularse “Karma Microbiology”, o simplemente “Karma Mankind”. Al final del vídeo la personificación del justiciero Karma que incorpora el cantante del grupo, Thom Yorke, en el asiento trasero de un automóvil, parece que recula asustada cuando el sujeto de la condenación por sus propios actos le planta cara prendiendo fuego a un reguero de gasolina. Pero la filosofía que impregna el vídeo entero es inequívoca: nadie ignora que se trata de un pérfido guiño al espectador.
Todo son preguntas cuando, como en una guerra, ves inverosímilmente estallar y desmoronarse toda entidad, refugio, principio, sólido edificio a tu alrededor. ¿Hasta qué punto un virus es real y hasta qué punto inventado? ¿Existen aún factorías ignotas de diseño vírico, como la que desveló la RAI italiana en 2015 en China, cofinanciada económicamente por EEUU? Pero vayamos por partes. ¿Qué ocurre en el seno de un ecosistema cerrado cuando una especie viva domina y se adueña de todos los recursos alimenticios y ambientales existentes? Imaginemos un experimento bioquímico específico. ¿Qué ocurre en una cubeta repleta de nutrientes y de cultivos microbianos cuando se acumulan distintos especímenes, más o menos virulentos, de los mismos? ¿Existe en el mundo de la microbiología algo equiparable al tribalismo antropológico por selección natural? Y, por cierto, ¿pueden utilizarse recursos de la microbiología manipulada selectivamente a efectos de dicho tribalismo? ¿Se conocen casos verificables de un engendro experimental de tal envergadura? ¿Qué consejo positivo se daría al microorganismo más letal de los utilizados en el experimento después de demostrarle fehacientemente que los recursos disponibles en un entorno definido y cerrado son siempre, ni que decir tiene, limitados?
En otro orden de cosas, ¿puede una simple, casual guerra arancelaria, financiera, comercial desencadenar una crisis de consecuencias imprevisibles? Y en otro orden, o acaso el mismo, ¿no es la superpoblación del planeta la causa primera del caos climático? ¿Puede una nación superpoblada empezar una guerra sacrificando una parte monstruosamente considerada poco significativa de su población, por ejemplo la de más edad o con problemas previos de salud, a efectos tácticos de distracción o confusión? ¿Por qué incomprensible motivo China renunció de golpe a su encomiable política demográfica del hijo único? ¿Es cierto que dicho país está comprando a tocateja ilimitadas extensiones de terreno en África? ¿Será cierto que hacia 2050 casi el 90% de la superficie del planeta estará en proceso de desertificación y que eso lógicamente dará lugar a todo tipo, el peor imaginable, de desgracias, problemas y conflictos? ¿Será cierto que hacia esa fecha, es decir, de aquí a 30 años solamente, piénsese bien, un país hoy subdesarrollado como la India contará con 1600 millones de habitantes, superando incluso a China; que otro país sumido en la pobreza como Nigeria contará al menos con 400 millones y que otros países africanos como Angola, Burundi, Níger, Somalia, Zambia y Tanzania multiplicarán más o menos por cinco su número de ciudadanos, lo que en conjunto doblará la población de dicho continente? ¿Será cierto que para esa fecha alrededor de 700 millones de personas se verán obligadas a desplazarse, debido a la citada desertificación con la escasez de recursos subsiguiente, desde sus lugares de origen a otros lugares o continentes?
Todos estos datos, números y previsiones que saturan a nivel planetario los medios de comunicación, ¿de dónde demonios proceden? ¿Seguro que de fuentes fiables? ¿Qué datos secretos que con seguridad manejan los mandamases mundiales, perfectamente asesorados por los mejores científicos y expertos disponibles, no están a nuestro alcance ni conoceremos nunca los ciudadanos de a pie? Un divertido inciso: ¿Por qué motivo la propia apariencia física, la fisonomía característica de esos bichitos tan conflictivos denominados virus es, se quiera o no, mucho más parecida a las grandes conformaciones cosmológicas, como planetas, estrellas, cuásares y asteroides, e incluso directamente a lo que imaginamos como alienígenas y naves extraterrestres, que a las de las relativamente pequeñas y domésticas como los seres vivos que habitan este planeta nuestro?
Bien. Caso de que el control real y efectivo de la población humana fuese ineludible a efectos de salvación de la especie por motivos de cambio climático, conflictos internacionales de intereses, escasez de recursos, etc., ¿no deberían ser los países occidentales los primeros en dar ejemplo efectivo de dicho control de población a los subdesarrollados? ¿Cabe equiparar irrefutablemente, desde el punto de vista occidental o de los países ricos, el control de la población o la esterilización con la eugenesia? ¿Es razonable desde algún punto de vista que prevalezcan los intereses financieros a los biológicos a nivel de preservación de la especie? ¿Es posible que el problema real, el único, en definitiva, no sea otro que la demografía desatada (humano-vírica) y que los políticos, estadistas e intelectuales no se hayan percatado aún de ello (lo que cuesta mucho creer, existiendo de por medio tanto científico y experto en esto y lo otro, a sueldo de los citados mandamases)? ¿Están realmente locos los negacionistas del cambio climático o la pandemia que vivimos, los Trump, Bolsonaro, etc., o cabe definirlos de otro modo, como genios insondables de la sutileza geopolítico-militar, por ejemplo? En cualquier caso, ¿cómo pueden presidir países modernos en pleno siglo XXI abortos mentales, al menos aparentemente, de semejante calibre?
Volvamos al tema por demás espinoso. ¿Por qué extraño motivo únicamente mencionan y predican el antinatalismo los nihilistas acérrimos, como si se tratase de un grupo limitado de apestados intelectuales, deshechos de la razón y la cordura ya que el tema constituye en sí y por sí mismo una abominación innombrable? ¿Cabe, sin embargo, alguna posibilidad, por rara que sea, de que constituyan causa y efecto un control serio de la natalidad y la reversión del aparentemente irreversible caos climático? ¿Puede ser cierto, de acuerdo con ciertas soluciones a la Paradoja de Fermi, que existe la tendencia irresistible en toda especie inteligente a autodestruirse, por motivos de demostrada inevitabilidad como la guerra, ya sea abierta, biológica o química, la contaminación ambiental y el cambio climático, el mero agotamiento de recursos, o incluso la inteligencia artificial mal diseñada, lo que supone una de las explicaciones del tan incomprensible como milenario desencuentro del ser humano con toda otra especie inteligente extraterrestre?
Y en definitiva, para finalizar, en último término, ¿para qué sirven, a quién sirven, qué credibilidad real desde todas las perspectivas y puntos de vista (políticos, científicos, filosóficos, psicológicos, biológicos, e incluso financieros) apoya y alimenta a los distintos medios de comunicación? ¿Podría ser significativo de algún modo o desde algún sutil enfoque geopolítico el curioso reparto geográfico que viene observándose en la propagación de la pandemia planetaria? ¿Podrían permitirse las grandes potencias económicas, militares y demográficas del planeta, de ser “necesaria” (entre comillas), una guerra convencional tal y como se conoció hasta mediados del siglo XX, sin poner en más que grave riesgo su propia supervivencia y aun la de la humanidad al completo? Si la respuesta es negativa, ¿qué alternativa o alternativas bélicas existirían? ¿Estamos comprobándolo ahora mismo en nuestras propias carnes? Ah, y por cierto, ¿cómo se explica o encaja en todo ello, entre otras paranoias, la armamentística que acaba de dispararse en los Estados Unidos de América?
© José Luis Fernández Arellano, 04/04/2020