TRES MICROCUENTOS



CIEGOS (2)





Julia había perdido la vista años atrás a resultas de la diabetes. No se consideraba a sí misma una inválida, ni mucho menos, pero sus amigas, para no molestarla, aseguraban que era un tanto quejica, queriendo insinuar que lo era en demasía. Cuando no le dolía aquí, le molestaba allá y, si no, le palpitaba la antigua cicatriz de la operación de cadera. Tenía hecho un mártir al pobre Julián. Aquella tarde de domingo, a última hora, seguía sentada a la mesa camilla junto a su marido, oyendo la televisión. Refunfuñaba lejanamente contra el buen hombre, culpándolo por retorcidas razones del vago dolor de cabeza que le impedía seguir el hilo de lo que parloteaba el aparato.

De pronto sonó el timbre de la puerta de la calle. Julián dio un respingo en la silla:

–¿Quién podrá ser a estas horas?

–¡Vaya por Dios! –exclamó Julia, dándose una palmada en la frente y abriendo mucho los opacos ojos–. Había olvidado decirte que venían los chicos a tomar café. Ahora me veo sin pastas, ni…

Julián, de un salto, se escabulló de la salita.

–¡Voy al baño!

–¿Cómo? ¡No me harás salir a mí! –gritó Julia.

–Ve tú, anda. Qué quieres que le haga. Me acaba de dar un apretón– contestó él desde el baño.

Cerró la puerta y corrió el pestillo. Se subió al borde de la bañera y tomó una vieja bolsa de aseo de encima del armarito. Al bajarse, crujió terriblemente una de sus rodillas. Con medio gesto de dolor, abrió la cremallera de la bolsa y hurgó dentro. Extrajo su máscara de polímero aglutinante. Con expertos dedos se la aplicó de inmediato a la cara. Después se miró al espejo, abriendo la boca y frunciendo el ceño un par de veces para comprobar el ajuste. Bien. Descorrió el cierre y salió.

–¡A ver! ¡A ver! ¿Qué tenemos por aquí? –gritó en el pasillo, abriendo los brazos, con la mejor de sus sonrisas. La máscara se soltó un poco a la altura del pómulo izquierdo, y él se la recolocó apresuradamente mientras veía venir corriendo hacia él a una encantadora niñita de largas trenzas.





NUESTRA OBSESIÓN




Más que obsesión, desesperación, maldición. ¡Ruina absoluta, por todos los demonios! Porque, a ver, ¿dónde vive, dónde se esconde, a qué se dedica exactamente, de qué se alimenta? Lo que sí sabemos es que sale de noche por aquí, como las ratas, como las puñeteras cucarachas. Y durante el día, sólo sabemos eso, que se esconde. Pero ¡es que no sabemos por qué lo sabemos!





INCIDENTES DOMÉSTICOS (6)




¿Por qué recalco que fue ‘maldito’? Me hace mucha gracia a mí la leyenda del Ángel de la Guarda. Fue en aquella época desastrosa, cómo no. La noche de marras, la velada fue de lo más normalita, par de cervezas, cena ligera, algo de televisión, y nos fuimos a dormir temprano. Me desperté con sobresalto en mitad de la madrugada. ¿Qué había pasado? Silencio absoluto. Inquieta, me volví instintivamente al lado de mi marido. Había algo flotando en la oscuridad, por encima de él, o debiera decir en paralelo a él, algo vagamente fosforescente. En silencio total, aquello insinuaba un rostro horrible, sombrío, anguloso, como picado de viruelas, y los ojos, Dios santo, eran como ascuas verdes, con un brillo demente, maligno. El demonio o lo que fuera estaba mirando de esa forma, fijamente a la cara a mi pobre Andrés, a menos de un palmo de sus narices, mientras él, boca arriba, seguía durmiendo, respirando mansamente como un bendito. ¿Cómo pude, me he preguntado una y mil veces, cómo pude acabar quedándome dormida, sin decir ni esta boca es mía? Fue culpa de aquello, aquel ser demoníaco. Unos días más tarde Andrés se mató en aquel estúpido accidente.






© José L. Fernández Arellano. M-008260/2005.