El corazón de las tinieblas es experiencia llevada un poco (y solamente
un poco) más allá de los hechos reales, con el propósito, perfectamente
legítimo, creo yo, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores. Había
que dar a ese tema sombrío una siniestra resonancia, una tonalidad propia, una
continua vibración que quedara –eso esperaba– suspendida en el aire y
permaneciera grabada en el oído después de que hubiera sonado la última nota.
(prólogo
de Joseph Conrad a la primera edición de 1902)
Por motivos más que obvios, acercarse a esta novela no es tarea
fácil. Antes de juzgar para bien o para mal ningún aspecto, asimismo por motivos obvios, habría que
ponerse en el lugar del escritor. Habría que apellidarse Aramburu Irigoyen y
haber nacido en San Sebastián o, perdón, Donosti. Y habría que averiguar
hasta qué punto es autobiográfica Patria,
preguntándole al autor, por ejemplo, por qué motivo se exilió a Alemania en los
años 80; si lo hizo por simple gusto o por otras causas.
Más allá de sus indudables virtudes literarias, reconocidas
con la concesión de los premios más importantes en este país, solo de pensar en
el tema de fondo de la obra te entran escalofríos. Así, toda
crítica adversa debe matizarse con cuidado. Pero lo cierto es que, pese a
dichos escalofríos, curiosamente lo primero que se echa de menos en Patria es la falta de tensión dramática
en términos globales, afirmación que iré matizando. La novela se desliza una y
otra vez desde el informe histórico escueto sobre asesinatos, hospitales,
desgracias y torturas, a la crónica familiar, trivial y sentimental. El uso que
hace Aramburu de la técnica narrativa joyceana
denominada “principio del tío Charles” (según la cual el autor se sirve a
veces de expresiones que usaría el personaje si fuese él mismo el que escribiera
su historia) es una forma de identificarse con dicho personaje, con todos ellos;
de humanizarlos, hacerlos más vitales y comprensibles para el lector. Aunque
quizá al lector poco versado en vanguardias literarias puedan chocarle estos
continuos trasvases de punto de vista, y también temporales, con tanta
retrospección y movilidad cronológica. Por otra parte, a fin de generalizar al máximo
la historia apenas aparecen apellidos. Los Joxe Maris y las Arantxas y los
Joxianes y Mirens y Bittoris y Xabieres parecen aspirar a ser representativos
de todos los vascos, de uno u otro bando.
He hablado de falta de tensión dramática en una obra con un
tema de fondo tan espeluznante como el del terrorismo, y este defecto se advierte
en el plano de los personajes y en el general. Tomemos como ejemplo a Arantxa,
la hermana del terrorista Joxe Mari, que sufre un ictus paralizante, y al
propio Joxe Mari, que es encarcelado y torturado. Quedarse paralizado en una
silla de ruedas debe de ser espantoso. Lo mismo que ser encarcelado y recibir
torturas a diario. Un detalle: las torturas infligidas al terrorista se describen
con mayor precisión que la parálisis de la hermana; y sí que pueden tener mayor
interés dado el tema de la historia, pero... Al terrorista se le ve sufrir más incluso que al Txato, la
víctima central de la novela, que se toma las amenazas mortales que va recibiendo
durante meses por no pagar el impuesto revolucionario casi como gajes, como
quien se toma un café. El caso es que Joxe Mari, el asesino, es mostrado, es tan “humano”
como los otros personajes; aunque humanos, buenos y malos, somos todos, claro
está. Otro detalle llamativo en la, digamos, estructura sentimental de la obra: retratándose tantas
situaciones extremas, solo el personaje del terrorista Jokin, que finalmente lo
lleva a efecto, y el de Ramontxu, por perder a su hija, piensan en el suicidio.
Nunca Joxe Mari ni la ya mentada Arantxa, que lo pasan de verdad mal, al menos
nominalmente. ¿A qué nos referimos con todo esto? A lo de siempre. A que una cosa es enunciar
(es decir, ocurrió esto y esto y esto, y al final, ocurrió esto) y otra narrar,
es decir contarlo todo sustancial y literariamente para que se entienda a fondo,
para que el lector se identifique con lo que lee: para que le llegue al corazón.
El caso es que esta falta de dramatismo
es mucho más notable en lo tocante a la “atmósfera” general de la obra. Esto ya
representa a mi modo de ver no solo un fallo técnico, sino algo más (si se me
permite el vocablo en el peliagudo contexto en que nos hallamos), algo más
“grave” en términos literarios. Cualquiera que haya visitado Navarra o el País
Vasco en los años 80 o más recientemente (como quien suscribe en varias ocasiones desde los años 70) tiene por fuerza que echar de menos en la novela un detalle, un “algo” muy
especial que se respiraba allí, solo al pasear por la calle.
En la novela falta ese algo, esa cualidad agobiada y difusa en el
ambiente, esa “atmósfera” (que en el relato de terror es elemento fundamental; el término retórico es “pathos”),
es decir, el sentir, la emotividad general: en este caso y en una palabra, la tensión, la paranoia, el
miedo. ¿Recuerdan la pavorosa novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas? Ya en la primera página encontramos
los términos: “neblina”, “oscuro”, “lúgubre penumbra”, “ominosa penumbra”. Pese a que, como en Patria, no se detallan exhaustivamente las atrocidades y monstruosidades de que trata en el fondo (relativas a la explotación colonial belga del Congo a finales del siglo XIX), toda la obra no constituye sino una metáfora o alusión obsesiva a las mismas, no explícitas, en efecto, sino solo sugeridas, anegadas en tinieblas, y esa alusión se remata con fuerza descomunal en las célebres palabras finales del personaje central, Kurtz: “¡El horror! ¡El horror!”, las mismas con que nos hiela la sangre Marlon Brando en Apocalypse Now. Es fácil imaginar que en su época a Conrad no le cabía la opción
editorial de contar con pelos y señales toda la inmunda verdad que había conocido en África, pero ni El corazón de la tinieblas ni dicho film inspirado en ella retroceden un paso ante esa verdad, explícita o sugerida. Léase la cita que encabeza este artículo. Esa verdad, ni en el planteamiento, ni en el nudo, ni mucho menos en el desenlace busca reciclarse mediante el viejo y efectivo método del borrón y cuenta nueva, como clara y tristemente se aprecia en Patria.
¿Qué impresión le causan, pues, estos sesgos, detalles y
carencias a quien como a mí no le importa gran cosa, digamos, el mero
costumbrismo abertzale? La impresión última que te deja la novela es inequívoca:
literatura consensuada, pactada, casi institucional: comprometida pero no con
la espantosa verdad histórica en todos sus detalles y crudeza sino más bien con
el acelerado olvido de la misma, con la paz, con la reconciliación y con la
bendita normalidad sobrevenida. Qué importa la guerra si ahora disfrutamos la
paz. El caso es que ya a mitad de la novela te vas imaginando el final simbólico
que se te prepara: el reencuentro de las dos matriarcas enemistadas, la madre del asesino y la de la víctima, Miren y
Bittori, que salda beatífica, casi hollywoodiensemente las cosas después de tanto enfrentamiento y tanto dolor.
¿Cabe criticar un desenlace tan positivo? Bueno, después de todo no se trata
más que de literatura, pero a esa pregunta tendrían quizá que responder en
primer lugar los familiares de las más de 900 víctimas mortales que tiene en su haber el terrorismo vasco.
El capítulo 109, titulado “Si a la brasa le da el viento”,
pocos dudarán que representa una exposición de motivos por parte del autor. El
personaje del escritor que imparte una conferencia llega a preguntarse cómo no
ingresó en ETA de joven, habiendo vivido tan a fondo la aplastante presencia e
influencia social de la banda terrorista. Luego agrega: “Escribí sin odio”.
“Procuré evitar los dos peligros que considero más graves en este tipo de
literatura: los tonos patéticos, sentimentales, por un lado; por otro, la tentación
de detener el relato para tomar de forma explícita postura política. Para eso
están, a mi juicio, las entrevistas, los artículos de periódico y los foros
como este”. Pero aquí incurre en contradicción: si quiere evitar los “tonos
patéticos y sentimentales”, ¿cómo es que quiso responder (añade) a las
preguntas de “cómo se vive íntimamente la desgracia de haber perdido a un
padre, a un esposo, a un hermano en un atentado? ¿Cómo afrontan la vida, tras
un crimen de ETA, la viuda, el huérfano, el mutilado?”. Declara al final que lo
que ha procurado ha sido “trazar un panorama representativo de una sociedad
sometida al terror”. Pero, en fin, si de verdad Fernando Aramburu personaliza
en este escritor sus intenciones hay que reprocharle que tantos, o más bien tan
pocos árboles no han dejado ver el bosque del profundo espanto vivido en ese desgraciado
país (y en este) a lo largo de los últimos cincuenta años. Y sin embargo,
volviendo al principio: quién lo hubiese hecho mejor. Quién se atreverá.
Imaginémonos escritores vascos. En este capítulo 109 Aramburu parece justificarse:
se ha sentido demasiado mediatizado, la responsabilidad que ha asumido como
cronista es demasiado grande por la importancia de lo que cuenta, y no solo
testimonial, política. ¿Testimonial? Nosotros, sin dejar de disculparlo por los motivos
aludidos, opinamos que el horror indecible sufrido durante decenios por las 900
víctimas mortales y sus familias y las familias de los presos, y por la
sociedad vasca y española en general, debían haber tenido más presencia en un
océano de nada menos que 650 páginas de extensión. Seguramente el Joseph Conrad de El corazón de las tinieblas hubiese sido de parecida opinión. Y
también seguramente Patria debía haber esperado algunos años, los suficientes,
para ver la luz.
© José Luis Fernández Arellano, 29/06/2018