La existencia real de un Más Allá, aunque difícilmente determinable en sus características esenciales, puede
probarse o al menos argumentarse de manera racional en base a las diversas consecuencias
cosmológicas que se derivaron de la Relatividad einsteiniana y que aún hoy
gobiernan la ciencia física. La clave de mi planteamiento radica en una
sencilla hipótesis: la trascendencia del Ser (hacia lo que se ha llamado siempre
un Más Allá) en realidad puede constituir una propiedad inmanente del mismo.
Trascendencia e inmanencia, categorías filosóficas tradicionalmente separadas y
excluyentes, podrían de este modo equipararse o superponerse en el plano ontológico.
No habría lapso o ruptura entre ellas, como sí que lo ha habido siempre en las
diversas religiones y filosofías entre Reino de Dios y Valle de Lágrimas, o entre el mundo
sublunar y el mundo de las ideas platónicos, etc.
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Símbolo de la eternidad | |
Este argumento se basa en el
desarrollo hasta sus últimas consecuencias del llamado Eternalismo físico y filosófico (a veces se le denomina universo de bloque), cuyo postulado principal consiste en la
fusión entre pasado, presente y futuro en términos cosmológicos. Según esta
teoría hoy muy extendida y que se apoya, decimos, directamente en la
Relatividad, el tiempo en realidad no fluye sino que se encuentra de algún modo
plasmado ya al completo en el
universo, integrándolo en una entidad superior denominada espacio-tiempo. "Espacio-tiempo"
significa que el espacio está fundido con el tiempo y, dentro de este, pasado,
presente y futuro están fundidos en la eternidad, un todo continuo (continuum) que de algún modo ya está ahí, lo que incluye los
acontecimientos futuros (esto último, en efecto, lo más difícil de asimilar, ya que podría implicar una forma de determinismo o predestinación).
Brian Greene, conocido físico y
divulgador de la Universidad de Columbia, en el capítulo que dedica al tiempo
cosmológico dentro de su libro El tejido del cosmos (ed. Crítica, 2006, pp. 169-186), recuerda en primer lugar, como ya propuso en su
día Albert Einstein, que «nadie ha encontrado dentro de las leyes de la física
una prueba convincente que apoye esta sensación intuitiva de que el tiempo
fluye»; no se ha encontrado «ningún mecanismo físico que distinga a un instante
de otro como momentáneamente real –el ahora
momentáneo– a medida que el [mundo] avanza siempre hacia el futuro». La teoría de la relatividad especial «trata a todos los instantes por igual», de lo que
se deduce que «cualquier instante es tan real como cualquier otro […] lo que
sugiere, como creía Einstein, que la realidad engloba pasado, presente y futuro
por igual, y que el flujo que imaginamos que lleva una sección a la luz
mientras otra pasa a la oscuridad es ilusorio». De este modo, los momentos (en el ayer, el
hoy o el mañana) no son reales, lo que es real es la suma de todos ellos, la eternidad.
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Brian Greene
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Continúa Greene su argumentación
comparando las realidades espacio-temporales respectivas de dos observadores
situados en distintos confines del universo, ambas perfectamente válidas aunque
incompatibles, por ejemplo, en cuanto a la determinación de una hora o un año o
minuto fijos, concretos o absolutos (el fundamento último de la Relatividad):
«De la misma manera que imaginamos que todo el espacio está realmente ahí fuera, que existe realmente, también deberíamos imaginar que
todo el tiempo está realmente ahí
fuera, que existe realmente». Y
concluye que los sucesos, «independientemente de cuándo ocurran desde cualquier
perspectiva concreta [las de cada uno de esos dos observadores, por ejemplo], simplemente son. Todos existen. Ocupan eternamente su
punto concreto en el espacio-tiempo», es la mente la que parece proyectar los
instantes y su aparente discurrir: «Los instantes de tiempo nacen cuando son
iluminados por el poder de la conciencia». «Los instantes simplemente son,
ellos son la materia prima del tiempo, ellos no cambian. Cada instante es».
Con estas subyugantes premisas
en mente, se me ocurrió hace unos días un cuento de fantasmas, que son esos
seres nebulosos que parecen moverse a sus anchas dentro y fuera del tiempo y que diríase dan
fe por su propia particularidad de la doctrina eternalista que acabamos de resumir.
Lo titulé “El fantasma inmanente”. Una entidad espiritual inconcreta se
despierta de pronto no sabe de qué sueño (como en mi relato “La playa”: del
sueño de la muerte), pero sabiéndose sin ninguna duda en otro lugar, en otra
dimensión, en algún Más Allá hasta el momento ignoto, y sintiéndose dotada
además, dentro de sus nuevas ligereza e inconcreción, de una inusual agilidad o amplitud
de movimientos. Libre de ataduras físicas, pero no de ataduras ontológicas ni
espirituales, acaba de alcanzar una visión maravillosa: ha percibido de un
vistazo todo su ser difundido en la porción de eternidad que le correspondió en
vida; lo ha hecho desde el punto de vista eternalista antes citado de que todos
los momentos en el universo, y también supuestamente en la vida de cada uno,
son igualmente reales. El pasado, en
consecuencia, aunque esto repugne al sentido común, no es menos real que el
presente; no se ha deshecho en la nada al fundirse con el presente, que tampoco
se diluirá al transformarse en futuro. Al igual que todos los entes vivos e
inorgánicos, el fantasma inmanente viene a demostrar que el ser del que
proviene ha estado y estará siempre ahí; eso sí, de un modo harto complicado de
intuir o razonar, limitados como estamos por nuestra transitoria envoltura mortal. ¿Ha
alcanzado por tanto, digamos, una forma de inmortalidad dentro de la muerte?
Nuestro fantasma descubre a
renglón seguido que se muestra capaz de corporeizarse, como de sentirse
nuevamente vivo, real, de reencarnarse en distintos momentos de la secuencia
que fue su vida, de transplantarse viajando, en uso de una capacidad que aún no
comprende, a esta u otra situación o día concretos. ¿A qué obedece este don? Puede
hacerlo sencillamente porque él está
siempre ahí, como lo estamos todos, dado que, ni una vez muertos, podemos desaparecer por entero como si
nunca hubiésemos existido.
Él mismo lo comprueba en uno de
estos transportes imposibles. Cierra, o recuerda que cerró el puño fuertemente, muy fuertemente,
hasta lastimarse con las uñas la palma de la mano, hasta sentir el propio
poder, la propia energía del ser, incluso su proyección infinita, en ese
intenso momento único, percibiendo con absoluta claridad que lo que siente, que
lo que es, es totalmente real y lo será siempre, contra viento y marea, por
toda la eternidad. Lo que ha sido una vez no puede dejar de ser, nunca podrá
dejar de ser. Su mente va aclarándose y llega a comprender, por ejemplo, a su
modo, ya que para él es tan sencillo desplazarse, que siempre existirá la posibilidad de viajar en el tiempo, o desde
otro universo o dimensión o lugar, para encontrarse, coincidir en este punto
con aquello que es ahora. Y cada vez que esto ocurra puede decirse que se
volverá a la vida a todo aquello que se alcance. El viaje en el espacio-tiempo
provoca una suerte de reanimación allí donde se produce. (He aquí una propuesta de reformulación
de la milenaria teoría del Eterno Retorno.)
Everything that happens will happen today, todo lo que ocurre ocurrirá
hoy, leí una vez en una camiseta. Habría que añadir: today and forever.
Por un lado, si es cierto que espacio y tiempo se encuentran fundidos en
el espacio-tiempo, quizá el don de la ubicuidad y el de la eternidad sean de
algún modo correspondientes o equivalentes, y lo que es eterno en el tiempo
correspondientemente también es ubicuo en el espacio. Si los ahoras no son
fijos o individuales o más reales unos que otros, tampoco lo serán los puntos o
localizaciones en el espacio. Si lo que
es eterno permanece siempre, quizá lo hace en todas partes. Por otro, siendo así que el Ser y todos y cada uno de
los entes individuales que lo conformamos somos eternos, ese don de la
permanencia incesante no habrá motivo para que sea parcial, no tendrá restricciones, ya
que no las tiene ahora, y no cabe establecer distinción entre los ahoras. Por
pura lógica, la parte de eternidad que nos corresponde no se limita, limitó o
limitará, digamos, a la piel de nuestra espalda, a nuestro cerebelo, a
nuestras canas, a nuestras dos tibias... Seremos siempre el conjunto, el todo
orgánico, la completitud que somos, pero lo verdaderamente crucial en el caso
que nos ocupa es que lo mismo puede decirse de nuestra conciencia, de nuestro
espíritu, que también forma parte de nosotros. Esto explica la presencia y la
permanencia del alma, o del fantasma, el cual no puede consistir más que en una especie de
recreación incesante de aquella en el éter infinito, hallándose más o menos circunscrita
a los límites de la vida que la sostuvo. La clave está, pues, en esa "permanencia": la persona está condenada "eternalmente" a permanecer. La experiencia corriente, por último,
nos dicta que el alma o conciencia no se presenta dividida, y por tanto de ella
no quedará solo una parte –la memoria o la volición o la capacidad de
raciocinio…–, sino que quedará del mismo modo al completo. A eso precisamente hemos dado en llamar
espíritu o alma, y a su permanencia en la eternidad, inmortalidad o, decíamos
al principio, trascendencia inmanente. Esto explica su fama peculiar, su permanencia en
el tiempo, su movilidad caprichosa, su apariencia neblinosa y equívoca. El fantasma existe
como simple emanación de lo que fue, pero emanación cierta e incontrovertible.
Ni una bomba nuclear que te
cayese encima mañana, destruyéndote al instante y dispersando todos y cada uno de los
átomos de tu cuerpo por el espacio, sería capaz de acabar absolutamente contigo, de borrarte de la faz del universo eterno;
sí a tu cuerpo actual, pero nunca a tu historia personal. La muerte no tiene
poder para derrotar diacrónicamente a lo que es, a lo real, ni en su totalidad
ni en sus partes o individuaciones. No desintegra a la persona, no la disipa en la nada, sino que la escinde, la desdobla
en el que ha muerto, por un lado, y el que sobrevive eternamente en el
cronopaisaje del universo, por otro. Todas las tumbas, cementerios y mausoleos
del mundo se erigieron para conmemorar este hecho biológico fundamental.
La muerte es solo un instante, y los
instantes no tienen existencia discreta o individual fuera de la Eternidad que
los subsume. Solo por el hecho de haber llegado al mundo hemos alcanzado la
trascendencia, en la forma de Eternidad que abarca y constituye el universo. Al morir no
tendremos más que hacer el pequeño esfuerzo de parpadear, de abrir los ojos y
buscarnos en las inmediaciones. Allí estaremos, permaneciendo muy cerca, ubicuos y para
siempre. ¡Vaya! Como sugirió Paul Éluard («Hay muchos mundos, pero están en este») , al final el Más Allá también era el
Más Acá…
Este planteamiento
da lugar a dos objeciones en particular. La primera proviene de la creencia en el llamado Presentismo
y supone tradicionalmente la postura opuesta al Eternalismo, ya que defiende
que solo existe el tiempo presente, y que pasado y futuro son ilusorios. Y, en
efecto, si uno mira a su alrededor, no encuentra dinosaurios por ningún sitio,
y, del mismo modo, si trata de vislumbrar el futuro, no descubre más que posibilidades y suposiciones.
A esta objeción hay que responder, en línea con lo anterior, que el universo es cualquier cosa menos “egocéntrico”:
el universo no tiene un ombligo único, sino billones de trillones de ellos,
cada uno de los cuales, con su ahora particular, creyéndose absurdamente el centro
de todo. Mi presente, es decir, mi realidad viva actual, no representa en ningún
caso el ahora de todo el universo. Retomando la premisa inicial, a esto hace referencia la relatividad de la simultaneidad einsteiniana, que es aquel principio cuya aplicación científica
sostiene en último término los aviones en el aire, corrige las trayectorias de
los cohetes y satélites espaciales, hace posible las telecomunicaciones y la
observación cosmológica, etc. Mi presente no es el presente absoluto cuyo
desarrollo va actualizando el universo paso a paso, como una linterna que va iluminando de manera sucesiva un camino; por mucho que me empeñe, me crea o me jacte de mi espléndida mismidad única, “yo” no soy (ni habré sido, ni fui) más real que Tutankamón ni
que Shakespeare, ni que el presidente que habrá de sustituir a Barack Obama, ni
siquiera que ese “yo mismo” que el mes que viene irá de vacaciones a Cádiz, o a
Torremolinos, o la Conchinchina, ¿quién sabe?, aunque a Torremolinos no creo.
La segunda objeción proviene de la ley de la Entropía. El universo, desde el Big Bang, se cree que
se encamina, en virtud de una física cósmica inexorable, a la llamada muerte térmica, o Big Crunch (vid. Frank Close: Fin. La catástrofe cósmica y el destino del universo, Ed. Crítica, 1991); transcurridos billones de años, las estrellas y planetas acabarán enfriándose en todos los ilimitados confines del universo
y este acabará por último desintegrado, yerto, deshilachado, y solo persistirán vagando en
el vacío helado miríadas de protones sueltos, asimismo con las horas contadas.
Hasta la gravedad se habrá apagado definitivamente... Sobrevenida la Nada, ¿qué
quedará entonces de Todo lo demás? A
lo que hay que responder: ni siquiera un panorama tan triste y desolado puede
escapar al abrazo infinito de la Eternidad. Quizá esta haya tenido un principio
y tenga también un final, pero siempre poblado de… fantasmas inmanentes. ¿Será acaso la fantástica confluencia de todos ellos lo que impulse el surgimiento de un nuevo ciclo cosmológico?
Hace siglos que se sabe. Cuando uno contempla el cielo nocturno pocas veces es consciente de que un porcentaje más o menos grande de esas estrellas que ve brillar con fuerza ya no existe. Muchas de ellas se extinguieron hace miles, millones de años, y sin embargo ahora mismo estoy viéndolas. Son fantasmas de sí mismas, recuerdo ahora, y sin embargo sigo viéndolas. Míralas, ahí están. ¿Ahí están? Bien, eso parece.
© José L. Fernández Arellano, 16
junio 2015