Estábamos hoy hablando en el ‘muro’ del gran José Miguel Vilar-Bou de
romanticismo, decadentismo, y de grandes promesas y realidades contrastadas del
terror patrio, a las que habría que añadir sin duda a Norberto Luis Romero,
Pilar Pedraza, Ángel Olgoso, et al. Pero los anglosajones son capítulo aparte,
claro. Digo yo en la Historia natural de los cuentos de miedo: «No olvidemos que los más afamados autores
modernos en inglés (King, Barker y compañía) surgieron a fines del siglo XX de
un caldo de cultivo que llevaba en ebullición ininterrumpidamente desde finales
del XVIII en su lengua. He aquí lo que distingue de verdad en el medio a unos
países de otros». Y esto viene a cuento del último suculento tropezón que me ha
tocado en ese caldo.
Teniendo en cuenta que mis verdaderos descubrimientos dentro
del género se producen cada diez o veinte años como máximo, no puedo pasarlo
por alto. Tenía dos libros de Valdemar en puertas, correspondientes a dos autores que precisamente acabo de incorporar a Wikipedia. Pero antes de pasar a Caitlín R. Kiernan (La joven ahogada), andaba pendiente Thomas Ligotti, cuentista estadounidense
profesional del terror; cuentista, insisto, y tanto que apenas tiene alguna novela corta en su
haber.
Veamos. Como suscribiría su ferviente admirador, el crítico del género de marras, S. T. Joshi, Thomas Ligotti es escritor muy serio, mucho más de lo que me esperaba. Su acierto en la elección del tono narrativo a veces es apabullante. ¿He respirado yo alguna vez atmósferas maléficas tales, he leído yo mejores descripciones plásticas de pesadillas que las que reúne en la última sección de su libro Noctuario, titulada "Cuaderno de la noche"? Pero, ¿descripciones? Entiéndaseme bien: aunque de argumento escueto o restringido (lo que no es óbice para su maestría), estas breves semblanzas oníricas están muy finamente trazadas, pero desde luego son cualquier cosa menos realistas o naturalistas; la técnica en que están diseñadas estas atmósferas entresoñadas es de otra negrura, otro virtuosismo, otra ambición, más vívida todavía que aquella que se recrea tan solo en el objeto o la minucia. Digamos que es unas veces impresionista con brutales fogonazos expresionistas; otras, todo lo contrario, expresionista matizada de manchones impresionistas; otras, un afilado cuadro cubista lóbregamente desbocado.
No se trata, pues, de descripciones, sino de auténticas pesadillas, surcadas de agrias redes pegajosas en las que te dejas atrapar con facilidad: aunque parezca un lugar común, te acongojan como si fueran propias. En cuanto a los diálogos, de ajustadísimas proporciones, qué mala uva, qué maligno entrecortamiento, qué convincentemente perversos: «¿Le gustan sus sueños de demonio?»...
Veamos. Como suscribiría su ferviente admirador, el crítico del género de marras, S. T. Joshi, Thomas Ligotti es escritor muy serio, mucho más de lo que me esperaba. Su acierto en la elección del tono narrativo a veces es apabullante. ¿He respirado yo alguna vez atmósferas maléficas tales, he leído yo mejores descripciones plásticas de pesadillas que las que reúne en la última sección de su libro Noctuario, titulada "Cuaderno de la noche"? Pero, ¿descripciones? Entiéndaseme bien: aunque de argumento escueto o restringido (lo que no es óbice para su maestría), estas breves semblanzas oníricas están muy finamente trazadas, pero desde luego son cualquier cosa menos realistas o naturalistas; la técnica en que están diseñadas estas atmósferas entresoñadas es de otra negrura, otro virtuosismo, otra ambición, más vívida todavía que aquella que se recrea tan solo en el objeto o la minucia. Digamos que es unas veces impresionista con brutales fogonazos expresionistas; otras, todo lo contrario, expresionista matizada de manchones impresionistas; otras, un afilado cuadro cubista lóbregamente desbocado.
No se trata, pues, de descripciones, sino de auténticas pesadillas, surcadas de agrias redes pegajosas en las que te dejas atrapar con facilidad: aunque parezca un lugar común, te acongojan como si fueran propias. En cuanto a los diálogos, de ajustadísimas proporciones, qué mala uva, qué maligno entrecortamiento, qué convincentemente perversos: «¿Le gustan sus sueños de demonio?»...
Al terminar la parpadeante lectura, sacudes la cabeza y miras, confundido, a derecha e izquierda. Así es: como si no hubieses despertado del todo. Como cuando leías entonces a Poe, a M. R. James... Como si la cotidianidad, en efecto, y eso lo has sospechado siempre, el mundo acostumbrado… Qué añadir. Parecidas atmósferas pueblan, o quieren poblar, mis propios cuentos de El espectro visible. ¿Casualidad o confluencia artística? Más bien esto último. Al fantasma finalmente se le tuerce el gesto. ¿Se horroriza de sí mismo? No es que recuerde: comprende...
© José L. F. Arellano, 16 mayo 2014